29 d’ag. 2014

EN LAS TRIPAS DEL DRAGÓN

Foto: Jordi Cotrina

La pasada madrugada formé parte del contingente de trescientos corredores que, entre más de 15.000 candidatos, había reclutado a principios de mes la cadena de televisión Discovery Max para recorrer, cuales Filípides y Atalantas a las órdenes del espartano Leónidas, los diez kilómetros que separan las estaciones de Universitat y Gorg, en la línea 2 (la lila) del metro de Barcelona. La selección se había realizado conforme a criterios literarios y no deportivos, por lo que este lletraferit, con la autoestima por las nubes, ha pasado un agosto venturoso –no está claro si para bien o para mal de su círculo familiar.
La misión que se nos había encomendado era casi pionera en el mundo. Tan solo existía un precedente: la avanzadilla de cien elegidos que el año pasado había explorado las entrañas del metro de Madrid. Así pues, sintiéndome un experto zapador –o al menos eso creía yo hasta que me topé con el exjugador de fútbol Julio Salinas–, me dispuse a afrontar el desafío. Tras una larga espera y un calor asfixiante que combatí hidratándome con los líquidos que, con sabio criterio, nos había facilitado el Estado Mayor, bajé a las vías por una endeble escalerilla y me uní al batallón que se me había asignado (nos separaron inteligentemente en siete escuadrones de cuarenta unidades que se distinguían por unas pulserillas de colores y que partían a intervalos de dos minutos). Tan pronto como me vi en primera línea del frente tuve la sensación de que el subconsciente me estaba traicionando y de que, en realidad, acababa de adentrarme en el interior de un ser vivo, algo así como un inmenso reptil antediluviano. El túnel del metro parecía respirar, igual que ocurre de madrugada con los hospitales. Bajo el imprescindible casco con el que me habían pertrechado me llegaban sonidos de todos los rincones, a cuál más terrorífico. Creo que no fui el único en percibirlos, pues de repente la cautela que nos había llevado a correr en fila india los primeros metros desapareció como por arte de birlibirloque y, jugándonos el físico, empezamos a adelantarnos los unos a los otros con un frenesí demencial. Envueltos en una inquietante oscuridad, sabíamos que el firme escondía un sinfín de trampas (espadines, contraagujas, patas de liebre, cojinetes de resbalamiento, baldosas sueltas, charcos, agujeros en el enrejado, grasa...), pero no por ello dejábamos de correr y saltar como posesos. Encontrábamos un sosiego provisional en la luz de cada una de las trece estaciones que interrumpían el trayecto, si bien cada vez que volvíamos a sumergirnos en las tinieblas del túnel, como el Marlowe de Conrad, una descarga de adrenalina amenazaba con reventarnos el corazón. Durante diversos tramos corrí solo, turbado por la posible presencia de algún roedor y soprendido por ventoleras inclementes que, además de certificar la existencia de aquel ser colosal en el que me hallaba, a punto estuvieron de hacerme dar con los huesos en los rieles. No veía el momento de llegar al final del túnel –¡perdón por la frase fácil!–, sobre todo a raíz de alcanzar las tripas de mi fantástico animal. Lo intuí porque en ese momento el intenso calor se hizo insoportable y me alarmé sobremanera (¿acaso el bruto se habría zampado a alguno de los gastadores que había salido antes que yo y se encontraba ahora en plena digestión del alimento?). El cavernoso intestino parecía habernos llevado directamente a las puertas del infierno y, obligados a dar saltitos para evitar las prominentes traviesas que bacheaban el espacio por el que transitábamos, presentí que corría sobre brasas. Cuando, ya sin fuerzas para dar un paso más, lo vi todo perdido, debí de sufrir un brote amnésico... No guardo recuerdo alguno de lo que ocurrió hasta escuchar los gritos de ánimo de mis valerosos compañeros. Había llegado al final del desafío Discovery vivito y coleando y hoy estoy aquí para contarlo.