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Con las fuerzas todavía intactas |
De entre la infinidad de razones que llevan a correr una maratón –una, al menos, por cada corredor–, hasta ahora la mía se cernía exclusivamente a la posibilidad de escribir sobre esta prueba atlética con conocimiento de causa. Pero el pasado domingo, en la Zurich Marató de Barcelona 2015, se quedó en nada al descubrir que yo, en realidad, corría para emocionar a los míos durante unos segundos a fin de perpetuarme en su inconsciente. Por eso cuando en el kilómetro treinta y uno, en la curva del Fòrum, mi mujer y mis hijos tampoco aparecieron entre el numeroso público que se apiñaba tras las vallas, tal como habían dejado de hacerlo una hora antes a mitad de carrera, la aflicción y el desaliento se adueñaron de mí y, agarrándome uno por cada brazo, como una patrulla policial, me sacaron literalmente de la carrera. Mira tú por dónde, una inesperada descoordinación familiar, el único cabo que no había dejado atado de antemano con la suficiente escrupulosidad, fue la que me condenó. Si en mi primera maratón, la de 2013, ver a mi hijo Héctor concentradísimo tratando de que no se le cayera el gel energético que debía suministrarme me dio alas hasta la meta, en esta ocasión su ausencia, unida a la de mi mujer y mi hija, consumió en un santiamén las escasas fuerzas que aún me quedaban. De repente topé con un muro que se revelaba más alto que el Empire State y, presa de un miedo cerval, mi cabeza decidió claudicar sin encomendarse siquiera al dictamen de las piernas. Así que sucedió lo inevitable. En el kilómetro treinta y tres, en una mediana de la avenida del Litoral, sucumbí a la tentación y, desviándome de mi trayectoria, me arrojé en plancha sobre una suntuosa lengua de césped primaveral. Ya no había vuelta atrás. Acababa de abandonar de buenas a primeras y, durante los siguientes cinco minutos, fue como patalear en el fondo del mar para zafarme de un pesado lastre y ascender a la superficie a coger aire. Hasta que no lo conseguí, no hallé alivio. Casi perdí la consciencia, aunque quizá solo se tratara de un leve duermevela atribuible a la relajación muscular. No sé si en ese momento mi cabeza llegó a concebir el regreso a la carrera, pero si lo hizo las piernas le devolvieron el desaire, pues al incorporarme ya no me sostenían.
Lo que sucedió a partir de ese momento es el equivalente a la cara oculta de la Luna. Sin ser ostensible, ahí está. Con serias dificultades para caminar, y abatido por un vacío espantoso, me fui alejando como un jinete solitario de la enloquecedora marea de corredores –todo se ve muy distinto desde el otro lado de la barrera– que aún pugnaba por su recompensa. Crucé el paseo marítimo al tiempo que me desprendía de los imanes que aguantaban el dorsal y, al llegar a la linde de la playa de la Barceloneta, me descalcé indeliberadamente, sin venir a cuento, como hubiera podido alisarme una ceja. Había enterrado todo vestigio de corredor y deambulé por la arena con la mirada extraviada y los remordimientos a flor de piel, igual que aquellos hutus infames que, tras el genocidio de Ruanda, huyeron con sus crímenes a cuestas hacia la frontera del Zaire.
Ahora ya sé que rendirse también tiene consecuencias. La más inmediata, de orden físico: una tiritera pertinaz que no remitió ni con el agua caliente de la ducha de casa. La más alarmante, de orden mental: el orgullo herido por no haber sido capaz de cruzar la meta y el reconcomio por la frustración. Bien es cierto que, poco a poco, me voy centrando en un único y abrumador objetivo: cómo afrontar los últimos nueve kilómetros de la Zurich Marató de Barcelona 2016. Mucho me temo que esa va a ser mi gran obsesión a lo largo de este eterno año de espera que acaba de dar el pistoletazo de salida.