8 de juny 2011

ANIMALES QUE VIENEN Y SE VAN (I)

Foto: Imágenes Google

Cuántas veces, sesteando en algún bosquecillo perdido, no habré yo soñado con que contribuía al progreso de la ciencia de mi país gracias a algún descubrimiento animal de relumbrón que si bien no acababa de situarla al frente del pelotón sí al menos la aproximaba al grupo de cabeza. Siempre me ha causado regocijo pensar que mis ojos pudieran ser los primeros en avistar una especie que nadie antes hubiera detectado. A decir verdad, no habría caído en semejante alborozo si no hubiera conocido a Oriol Alamany, ese fotógrafo barcelonés especializado en temas de naturaleza cuyo inmenso talento, sin ir más lejos, lo convirtió el año pasado en el primero en fotografiar y filmar al oso pardo en territorio catalán (ahora que lo pienso, tengo que dedicarle un post –no al oso sino al fotógrafo–). Él fue quien me habló hace casi veinte años y en Australia de la recompensa de un millón de dólares que ofrecía Ted Turner, el magnate de la comunicación, por aportar pruebas concluyentes sobre la existencia del tigre de Tasmania. De hecho, aún tengo grabadas en la retina las imágenes de los tres últimos especímenes vivos del zoológico de Hobart –aquél con el que se extinguió la especie murió en 1936–, a las que por aquel entonces accedí no sé en qué lugar de la isla y que hoy se pueden contemplar tranquilamente en internet. Sigo también sin quitarme de encima el malestar que, años después, me ocasionó la novela El cazador, de la australiana Julia Leigh, tras renunciar a una jornada laboral por culpa de la fiebre... lectora.
Inmediatamente después de que Oriol abriera la veda a mi interés por los animales extinguidos –me refiero a los de los dos últimos milenios, no a los prehistóricos–, viajé a Nueva Zelanda y me interesé por el moa, una especie de avestruz de no menos de dos metros y medio de alto y doscientos kilos de peso, cuya (mala) suerte se decidió en el siglo XVI. Claro que esa extinción quedó eclipsada cuando supe que otra ave no voladora neozelandesa, el takahe, fue redescubierta por Geoffrey Orbegozo, en la isla de Sur, en 1948. Podría acompañar así al tuátara, un reptil endémico que pasa por ser un auténtico fósil viviente.
(continuará... )

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