4 de juny 2011

LA FIDELIDAD A UNOS PRINCIPIOS

Foto: Imágenes Google

Salgo de La Boquería con la ilusión de ver con qué me sorprende este sábado Véronique en su puesto de libros del pasaje de Les Cabres y me llevo la desagradable sorpresa de que lo está cerrando. «¡Pero si sólo es la una y media! ¿Cómo es que plegas tan pronto hoy?». «Para no asesinar a nadie», me responde con el rostro demudado. Lleva toda la mañana de plantón y no ha hecho más de diez euros de caja. «Y no será porque no haya pasado gente. A veces pienso que los lectores han decidido morirse todos a la vez». Conozco esa sensación de mi etapa de viajante de enciclopedias y me acuerdo de Narcís Valtierra, mi maestro en el oficio y segundo padre. Solía decirme que cuando, tras empezar la jornada, su olfato percibía que pintarían bastos, no lo dudaba: se tomaba el día libre y se metía en el primer cine a ver una película divertida. Hay veces en que el público sensibilizado con la causa de uno se esfuma como por arte de magia. Pese a mi fidelidad, me reconvengo por no haber pasado por la parada de Véronique antes de hacer la compra semanal, tal como tenía previsto en un principio. Sé que solidarizarme con su frustración no es suficiente y permanezco callado. «Además –vomita–, cada vez soporto menos a los cretinos que pasan por aquí y me dicen: ‘es admirable tu voluntad de hierro por mantener un negocio como éste. Barcelona lo necesita. No te rindas’. Y se van tan campantes sin comprar nada». Es cierto. La mezquindad es inherente al ser humano. Se empieza por no comprar un libro de tres euros o renunciar a la barra de pan de la panadería de toda la vida para adquirirla a mitad de precio en una gasolinera; se continúa por decorar la casa con muebles de Ikea o volar a un destino imprevisto sólo porque el billete de avión está tirado de precio; y se acaba por dejar a la familia para caer en brazos de una veinteañera que a los cuatro días se cansará de ti porque con la labia no basta. Y, de repente, te das cuenta de que has vaciado tu vida de contenido como el limón helado de un sorbete.
La fidelidad a unos principios. Como ya dije una vez, jamás podré estar lo suficientemente agradecido a esos valores que me inculcaron de pequeño el Capitán Trueno, el Guerrero del Antifaz o Tintín. La sonrisa cómplice de la librera o de la panadera, la contemplación de un mueble bonito o el viaje al destino soñado y durante tanto tiempo planeado con mi familia bien merecen esos euros que dejo de ahorrarme. 

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