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Con mi hija Clàudia, divina e incondicional |
Y en enero quise probarme en serio. Para ello, y como otras veces antes, cogí el tren hasta Premià de Mar con la intención de volver a casa corriendo. ¡Un desastre! En el kilómetro veinte, a la altura de las torres Mapfre y a falta de tres para llegar, tuve que sentarme a descansar. No podía con mi alma. ¿La maratón de Barcelona? Ni por asomo. Lo intenté de nuevo en febrero y… ¡sorpresa! Corrí en el tiempo que me había propuesto de antemano. “¿Habría sido un espejismo?”. Tenía que cerciorarme y reincidí al cabo de una semana. El resultado fue igual de bueno. De repente, el gusanillo de la maratón apareció en todo su esplendor. Supe que iba a estar allí. Necesitaba más que nunca estar allí. Y fue entonces, tras un encuentro fortuito con Hugo, vecino, amigo y compañero de fatigas en mi primera maratón, cuando me hice con un dorsal. “¡Mil gracias, muchacho!”. Ya no había vuelta atrás.
Lo de ayer fue más la ilusión de verme en la línea de salida que otra cosa. Con únicamente trescientas horas de vuelo frente a las ochocientas recomendadas para correr con garantías una maratón, mi única pretensión era hacer kilómetros hasta que el cuerpo dijera basta. Ni siquiera tenía la esperanza de llegar a Arc del Triomf, donde me esperaba mi hijo Héctor para correr juntos el último tramo. Salí desde el cajón de los corredores de 3h 45’–4h y, pese a la lentitud circundante, dominé mi impaciencia y me contuve. No estaba el horno para bollos. Me fui hidratando debidamente en todos los avituallamientos y conseguí correr dieciocho kilómetros con mi nueva técnica de carrera, hasta que gemelos y tobillos se rebelaron al unísono. Pese a todo, me notaba con las fuerzas intactas y seguí a lo mío. Los trocitos de plátano que engullí a la altura de la media maratón me permitieron afrontar la pesadilla de la torre Agbar y superar primero el kilómetro treinta y después el temido ‘muro’. Estaba ya muy cerca de mi hijo… y la maldición que hasta la fecha nos ha impedido correr juntos volvió a hacer de las suyas. No nos encontramos. Pese a que las dudas arreciaron, me obligué a no abandonar. Apreté los dientes, cerré los ojos, me sumí en agradables pensamientos y encaré la bajada de El Corte Inglés arropado por los ánimos de anónimos ciudadanos. Cuando me di cuenta estaba en el Paral·lel, a dos kilómetros de la meta. Bromeé incluso con la posibilidad de dejarlo a solo uno del final, en lo que hubiera sido un bonito acto poético. Pero no lo hice y completé mi tercera maratón, más seguro que nunca de que habrá más. Y para acabar, un aforismo del gran poeta valenciano Carlos Marzal: “El deporte nos reconcilia con lo real. Sudar es disipar desdichas”.