Foto: Imágenes Google |
No entiendo de cine, pero sí de manos. De hombre y de mujer. Recuerdo la honda impresión que durante la adolescencia me causó el spot televisivo del turrón Picó en el que una mano provista de un mazo de juez golpeaba una tableta de Alicante mientras se escuchaba una voz de fondo que, pertinaz como la gota malaya, iba repitiendo: «¡Picó!». Fue la primera vez que contemplé un pulgar perfecto. O cómo las manos de estilizados dedos de la administrativa del taller de la Peugeot donde no he dejado de llevar el coche desde que las vi ejercen un magnetismo capaz de convertir la fastidiosa visita al mecánico en una improvisada fiesta. Por no hablar de mi saudade al evocar las de una niña de un pequeño pueblo del Berguedà que en una ocasión visité como viajante y que, probablemente, ya no serán las que fueron en su día. Y qué decir de lo mucho que me angustiaban las del ya desaparecido periodista Luis Carandell, de las que él mismo se jactaba al confesar: «¡Yo es que tengo manos de muerto!». O de lo inquietantes que me resultan las de mi gestor fiscal, tan diestras en el manejo de la calculadora como recordables a las de Josafat, con las que aquel fascinante personaje que dio nombre a la novela gótica de Prudenci Bertrana acabó estrangulando a la pobre Fineta.
De mayor he logrado entender también por qué me gustaba tanto James Stewart, uno de esos actores a quienes, al igual que muchas películas, el transcurso del tiempo ha acabado pasando factura, hasta el punto de que, mal que me pese decirlo, estoy convencido de que su físico le habría cerrado todas las puertas del éxito en el cine de hoy en día. Eran sus manos lo que me gustaba, para mí a la altura de su expresividad facial y de su voz. No he visto a nadie comerse un perrito caliente como él lo hace en «Anatomía de un asesinato», de Otto Preminger. O empuñar un rifle de la misma manera que Stewart en «Winchester 73», o vaciar una cafetera en una taza de alpaca ahora no sé si en «El hombre que mató a Liberty Valance» o en «Dos cabalgan juntos», o deslizar sus dedos acongojados por el teleobjetivo de una cámara fotográfica en «La ventana indiscreta»... Aunque, ahora que lo pienso mejor, sus manos me gustaban sobre todo porque me recordaban a las de mi abuelo. Lo que hubiera disfrutado yo viéndolo pelar un higo chumbo o una breva como lo hacía con su inseparable navajita mi abuelo cacereño Felipe.
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