6 de març 2011

ANÉCDOTAS DE TANATORIO (I)

Foto: Imágenes Google

Como lo prometido es deuda y algunos de vosotros ya empezábais a pedírmelo con insistencia, os referiré un puñado de las anécdotas que me han sucedido en este último año de transición de mi actividad laboral como viajante a la de reporterillo mortuorio. Creo que ahora que también he cesado de esa última para ascender al cargo de editor de semblanzas ditirámbicas –las mismas en cuya redacción he participado hasta la fecha– y que, en consecuencia, ya no habrá más anécdotas de tanatorio, ha llegado el momento de explicar las que guardo en el zurrón. 
De entrada, hace ahora un año y un mes, poco podía imaginarme yo que una semana después de enterrar a mi jefe de ventas volvería a pisar un tanatorio como empleado y no como visitante y tras haber dejado de un día para otro la que había sido mi profesión durante los últimos quince años. Pero así fue. Mi mujer me hizo saber del trabajo un lunes, contesté interesándome por él el martes, me convocaron a una entrevista el jueves y el viernes ya me hallaba yo cubriendo el tanatorio de Sancho de Ávila con mi bloc de notas y mi bolígrafo. Tantos años queriendo volver al periodismo y, con la misma suerte de magia con que Alí Babá destapó la cueva de los cuarenta ladrones, se me abrió a mí una rendija insospechada. Pero no todo iba a ser miel sobre hojuelas. De manera que la familia del primer difunto a la que me tocó entrevistar no era tal sino la comunidad de propietarios de su domicilio. El único familiar directo que le quedaba al finado, un hombre de cincuenta y cuatro años, era su madre, a quien, con una galopante demencia senil, acababan de sacar del asilo para que asistiera a su entierro. Ni ella ni yo sospechábamos que su hijo llevaba ya dos meses muerto, y mucho menos aún que había fallecido después de pegarse un tiro con una de las pistolas que coleccionaba. De ahí que la investigación que se había abierto para dilucidar los hechos retrasara tanto su sepelio. Todo esto y mucho más –en realidad, poco, a juzgar por la anodina existencia del difunto– lo supe gracias al amable vecino del domicilio contiguo al suyo que se había encargado de todos los trámites. Recuerdo que al sentirse escuchado se metió tanto en su papel de mejor amigo de la familia que empezó a fabular. Pero a mí eso me dio igual porque al momento supe que el destinatario de mi recordatorio iba a ser él y sólo él. Así que procuré no dejarme en el tintero nada de lo que me había relatado y, pese a que aquello chirriaba más que la puerta del castillo del conde Drácula, puse la primera piedra en mi retomada carrera como periodista.
(Continuará...)

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