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Foto: Imágenes Google |
Hace ya una semana que recibí una llamada de mi mujer desde Igualada.
– «Estoy en el outlet de Punto Blanco. Así que de hoy no pasa. Dime exactamente cuál es tu talla de calzoncillos».
Una semana llevaban ya vegetando en nuestra butaca de piel de leopardo (no me lo invento) y hoy al fin me he decidido a quitarles las etiquetas. Siete calzoncillos y cuatro pares de calcetines en total. Si hay algo que me da rabia en esta vida es eso, quitar las etiquetas de los calzoncillos y, sobre todo, las de los calcetines. Me atrevería a decir que es una operación incluso más desasosegante que pelar el fuet. Qué rabia me da liberar los calcetines de la presilla metálica que los empareja, despegar el adhesivo redondo de la tela como si fuera un bigote postizo y cortar el corchete de nailon para desprender la etiqueta del cartón.
Andaba yo en ésas cuando han llegado mis suegros, recién aterrizados de Galicia, de su último viaje con el Imserso. La tarta de Santiago que traían me ha alegrado la tarde. Pero, antes de probarla, he reparado en la caja que la contenía. Ríetete tú del marketing de los mallorquines con las de sus ensaimadas. Además del enorme ojo de buey central que permite contemplarla desde fuera y salivar a un tiempo, la «tarta del Apóstol» –así la llaman– ya no se hace acompañar del tradicional aviso de «muy frágil» –en el mundo de hoy es imprescindible esconder la fragilidad– sino de inscripciones que no son sino reclamos publicitarios, como «especial Xacobeo 2010», «43% almendra» y «sin gluten». Pero a mí lo que me ha enamorado del todo han sido las pestañas laterales en las que, con afán y minuciosidad enciclopédicos, se detallan todos los caminos que conducen al apóstol Santiago. Yo pensaba que sólo había uno, al que te ibas incorporando desde tu punto de partida. Pero no. Resulta que hay más de diez: el camino francés –al parecer, y juzgando por la cantidad de poblaciones que atraviesa, el más importante–, el aragonés, el inglés, el del Ebro, el de Levante, el catalán por Zaragoza, el catalán por San Juan de la Peña, el primitivo, el portugués, el del norte, y las rutas de la plata y de la lana. Antes de verme peregrinando, con la concha y el cayado, ya estaba yo sin resuello. Así que he partido un trozo de la tarta, lo he maridado sirviéndome una copita de vino dulce de La Marina Enrique Mendoza y, siendo de nuevo persona, me he olvidado de los calzoncillos y los calcetines para continuar con la lectura de la extraordinaria novela La playa de los ahogados, del gallego Domingo Villar que, un día u otro, tendré que devolverle a un compañero del club de NegrayCriminal.
Però, els calçotets, què tal? Bé?
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