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Foto: Imágenes Google |
Recuerdo que no hará más de cinco años que en la calle Bonsuccès, donde muy cerca de mi casa dispongo de una de las mejores librerías de la ciudad, La Central, una mujer yo diría que alemana –o, quizá mejor, marciana– quiso emular a David en su desigual lucha contra Goliat y cometió la torpe imprudencia de abrir otra, veinte veces más pequeña, a escasos cincuenta metros de su adversaria. Quiero pensar que, aún renunciando como clientes a los transeúntes que venían paseando desde el flanco de La Central, aquella alemana excéntrica tenía la esperanza de mantenerse con los que circulaban viniendo por su lado. Era mucho suponer. Ni que decir tiene que resistió tan sólo unos meses, después de que cambiaran las tornas del Antiguo Testamento y fuera Goliat quien le diera sopas con hondas.
He querido traer a este espacio aquella pequeña librería porque a mí lo que me tenía maravillado era la naïf colocación de los libros en el escaparate. Lejos de seguir los criterios habituales, como puedan ser el carácter de novedad de la mercancía expuesta, la bilingüe separación idiomática o el clásico desglose entre ficción narrativa, poesía y ensayo, allí sólo regía un principio: el del color de las cubiertas de los libros. Así, unas semanas era el verde, otras el azul, algunas el amarillo. Cuando pasaba por delante de la librería, me venía a la cabeza la anécdota que más de una vez les había oído contar en la editorial en que trabajaba a los viajantes de enciclopedias veteranos. En un tiempo no demasiado lejano habían llegado a vender gracias al color del lomo de los tomos y con el metro en la mano.
Cuento todo esto para hablar de mi biblioteca. Yo también tengo mi propio criterio ordenador. Y, como no podía ser de otro modo, por supuesto difiere del de mi mujer. Nunca encuentra el libro codiciado. La tengo bien amargada. Y lo peor es que de nada me sirve la excusa de que no localiza lo que busca porque, al estar hasta los topes, una parte del fondo se halla en las bibliotecas de mis padres y mis suegros. Pero qué le voy a hacer yo si un día, rechazando el práctico orden alfabético por autor, decidí organizarla en función de los libros escritos por novelistas consagrados y los que aún no lo están o nunca llegarán a estarlo, y basarme asimismo en criterios de contemporaneidad. Para mí es la mejor manera de saber qué se cuece en una determinada época y de dónde provienen las influencias de uno u otro autor. Así que, por si las moscas, sirva este post para lanzar un llamamiento a quienes coincidan conmigo y dispongan de un buen espacio para dejarme trasladar mis preciados libros cuando mi mujer me dé la patada.
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