12 de juny 2011

A VUELTAS CON LA LENGUA HABLADA

Foto: Imágenes Google

Sobre el hecho de que se hable menos que en otros tiempos y de que cada vez se deteriore más la lengua no tengo dudas. Como tampoco las tengo respecto a la injusticia que se viene cometiendo con los medios de comunicación, a quienes se les ha señalado como único chivo expiatorio. La preocupación por la degeneración de la lengua es grande tanto en España como en los países hispanoamericanos. El daño mayor afecta a la lengua hablada, que es la primaria y más importante –pese a lo necesario y valioso de leer y escribir, ambas operaciones son al fin y al cabo secundarias–. La razón principal de ello es que el pensamiento mismo tiene un carácter verbal: pensar es decir y decirse. Como con claridad meridiana afirma el filósofo Julián Marías, «el que habla mal piensa mal inevitablemente; con confusión, con torpeza, con elementalidad, en suma, con primitivismo».
He querido defender a los medios de comunicación porque, pese a que se les imputa esta culpa con fundamento, creo que las acusaciones deben ir por otros derroteros. No son los profesionales de la comunicación los que hablan o escriben peor. Sí en cambio son los responsables de la enorme difusión de los usos lingüísticos, aunque sean deplorables, de su aceptación, a veces hasta de su elogio implícito. Los abusos, no muy graves cuando son excepcionales, se convierten en usos al ser imitados por millones de personas que escuchan la radio o la televisión, leen los periódicos y las revistas ilustradas.
La lengua es la primera interpretación de la realidad, a la cual se superponen todas las ideologías o doctrinas; como tal, su realidad y actualidad se basa en el uso individual en cada persona. Decía que se habla menos que en otros tiempos; la conversación, por la falta de tiempo, por las dificultades de comunicación en las grandes ciudades, en algunos países por falta de libertad, por desconfianza y temor, ha decaído. Incluso las relaciones amorosas, que solían consistir principalmente en conversación –Marías recuerda aquello de “Juan habla con Pepita” para atribuirles un noviazgo–, buscan hoy contenidos menos sutiles, habría que preguntarse a qué precio. Asimismo, casi han desaparecido los exámenes orales, que obligaban a los estudiantes, casi desde la niñez, a formular con precisión y corrección ideas bastante complejas, a articularlas y justificarlas. (Ni siquiera los exámenes escritos conservan esa exigencia, porque en muchos casos se reducen a contestar sí o no.) Por no hablar de los discursos leídos en el Parlamento, que han aniquilado la exigencia de calidad, rigor, fuerza, expresividad en la vida política de antaño. Resulta, en definitiva, fácilmente comprobable la decadencia de la lengua hablada a lo largo de tres o cuatro generaciones. En cualquier reunión de personas de nivel cultural parecido se ve que los más viejos suelen hablar con facilidad, riqueza de léxico, corrección gramatical; todo esto desciende en los de edad intermedia, no digamos entre los más jóvenes. Nada se conseguirá, pues, si no se estimula y hace revivir ese resultado de la espontaneidad vital y la estructura de la lengua que es la palabra hablada.

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