17 de set. 2011

LA DIGNIDAD EN UNA ZANCADILLA

Foto: Imágenes Google

 Compré caro mi actual piso en el triángulo de oro del Raval porque, mientras crecía y crecía la burbuja inmobiliaria, el antiguo situado en el gueto filipino del mismo barrio logré venderlo con suma facilidad a un precio muy superior al que había pagado por él en su día. Sin comerlo ni beberlo, me sumé a la inacabable cadena de ilusos que se engañaron a sí mismos para endeudarse media vida con el banco. Ni siquiera era un piso nuevo y, como tal, ya al comprarlo le hubiera convenido una reforma en la cocina. Después de casi diez años de vivir en él y del desgaste que conlleva la presencia de dos niños, la situación se ha agravado y ahora necesita además una buena mano de pintura y otra de carpintería. Y muebles nuevos que sustituyeran los provisionales que traje de la primera vivienda y que no ha sido posible renovar. Como tampoco me lo he podido permitir con mi querido Peugeot tras once años y 475.000 kilómetros entre pecho y espalda o, lo que es lo mismo, entre capó y maletero. Se ha ido al traste la promesa que me hice de pequeño al subir en el coche del padre de un amigo y comprobar angustiado cómo el tiempo había abolsado el tapizado interior de las puertas. Juré y perjuré que a mí no me ocurriría lo mismo.
Poco a poco todo se va deteriorando, como en aquellas mansiones coloniales de La Habana, y, aunque a simple vista no se perciba, la sensibilidad también va resintiéndose y los ánimos decayendo. Y lo peor es que no hay manera humana de dejar de resbalar por las paredes de cristal del hermético reloj de arena en el que uno se halla preso y que ya se divisa el final del embudo que conduce al vacío. Y, para postres, ese artículo de marras del New York Times que se hace eco del adverso panorama que acaba de componer la Oficina del Censo de los Estados Unidos, en el que 46 millones de habitantes se hallan en el umbral de la pobreza pese a que buena parte de ellos tenga trabajo. Ves las barbas de tu vecino cortar e intuyes por dónde van a ir los tiros. Lo de menos será encontrar empleo. Quien quiera sobrevivir con dignidad tendrá que ascender a la cúspide de la pirámide. O sea, el arte de la zancadilla laboral más justificado que nunca. Preparémonos para el reinado del depredador de oficina.

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