21 d’oct. 2011

EL SABOR DE LA TELE DE ANTES

Foto: Imágenes Google
La industria televisiva y cinematográfica actual es un monstruo de tales proporciones que a nuestros hijos ya no les hace falta ver otras series o películas más que las filmadas poco tiempo antes de su inmediato consumo. A su edad, a nosotros nos ocurría justo lo contrario: con las series o películas coetáneas –nacionales o extranjeras– no se lograba cubrir ni una ínfima parte de las horas de programación televisiva (que, además, no eran todas las del día, tal como se encargaba de recordárnoslo el rey con su mensaje previo a la carta de ajuste). En aquel incipiente período –no tan lejano– la televisión estaba tan en pañales que hasta las pifias tenían bula y, lejos de clamar por que rodaran cabezas, nuestros comprensivos mayores asumían las interrupciones con resignación y una muletilla tranquilizadora: «¡Ah, es de ellos!». 
 Ahora, con la perspectiva del tiempo y una televisión resabiada, no puedo sino reconocer cuánto nos favoreció entonces a los de mi generación el amateurismo de los profesionales del medio y la tecnología antediluviana. Los primeros no tenían ni repajolera idea de shares, ratios o prime times, por lo que programaban con arreglo a criterios lógicos, no mercantiles; mientras que la segunda encarecía tanto las producciones propias que obligaba a ir tirando con las latas de caviar que iban llegando de Hollywood. Las pelis que nosotros veíamos habían sido hechas una generación o dos antes de la nuestra y, además, buena parte de ellas era de corte histórico (quién puede olvidar las de romanos y las de espadachines, las bélicas de la I y II Guerra Mundial o los inmortales western de la conquista del lejano oeste americano). Yo creo que esos ingredientes o requisitos fueron los que posibilitaron que, en nuestro inconsciente, adquiriesen de inmediato un halo mítico y casi místico. Ese fervor desmesurado era igualmente aplicable a los actores que los protagonizaban. A nuestros ojos, eran como dioses. Nada que ver con la tibieza que muestran nuestros hijos por los de su quinta.
 Por eso cuando, unas semanas atrás, Carmen envió un correo general instándonos a ver en la segunda cadena (¡perdón, en La 2!) la película Moby Dick, no sólo me ató a la pantalla del televisor la enfermiza obsesión del capitán Ahab por vengarse de aquella ballena blanca que en su primer encuentro le había arrancado una pierna, sino la devoción que yo había llegado a sentir en su día por Gregory Peck. Ahora bien, lo que me sedujo definitivamente fue que Carmen glosara en el email cómo, a sus siete años –cuando aún faltaban unos cuantos para que yo naciera–, ella ya se hubiera enamorado de él después de que, habiendo coincidido en 1955 en el aeropuerto de Gando de Las Palmas, donde el actor rodaba la peli basada en la obra de Melville, su madre le enviara a por un autógrafo y aquél la obsequiara además con un casto beso.

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