18 de nov. 2011

LA HORA DE LA JUSTICIA

Foto: Imágenes Google
Parece que alguna formación política ha coqueteado con argumentos cercanos a la absolución de condenas después del tan repentino como sorpresivo anuncio de ETA de cese definitivo de violencia. En un alarde de papanatismo, algún responsable político ha esgrimido la conveniencia de la “generosidad” para equilibrar la nueva e inesperada situación actual. Resulta paradójico por cuanto quien insinúa esto no hace mucho se estaba partiendo la cara por que se promulgara la Ley de Memoria Histórica a fin de que se respetaran de una vez por todas los derechos de los afectados por la Guerra Civil y la dictadura. Yo no veo diferencia entre una cosa y otra. Ni con tantas situaciones análogas en otros países del mundo golpeados por lacras similares. Me parece tramposo recordar y olvidar de manera arbitraria. 
Este pensamiento hecho público –se podrían haber mordido la lengua estos sujetos de marras–, sin carácter de propuesta (faltaría más), llega pocos días después de que a muchos se nos hiciera un nudo en la garganta viendo a Reyes Zubeldia, la viuda de José Javier Múgica, concejal de UPN de Leiza (Navarra), aguantándoles la mirada a los asesinos de su marido en el juicio que ha tenido lugar hace apenas un par de semanas. Me voy a permitir transcribir un fragmento de la declaración de la señora Múgica: «Después de oír la explosión, salí al balcón y lo vi en una esquina: estaba contra un arbusto y se estaba quemando a la vez que la furgoneta».
Coincido con Carlos Herrera en que ha llegado la hora de la justicia, no la de la venganza. En justicia, que no en venganza, a estos asesinos deben esperarles tantos años de cárcel como puedan cumplir.
Dudo mucho que en el futuro vaya a suavizar mi postura. Además de las imágenes citadas, el otro día apareció en mi carpeta de recortes antiguos un artículo del catedrático Francisco Tomás y Valiente, una de las víctimas más populares de la banda de criminales, que todavía me ha revuelto más el estómago. Lo escribió un año antes de su asesinato a principios de 1996 y versaba sobre la eutanasia –caprichos del destino–, una palabra que a mediados de los años noventa sonaba a chino en este país. Empezaba así: «Yo también quisiera, como Manuel Vicent, morir sentado en una mecedora blanca frente al Mediterráneo, mirando sin pestañear la línea del horizonte. En mi viaje a La Habana, menos reciente que el suyo, no encontré ningún brujo caracolero que me formulara tan grato vaticinio, pero lo suscribo y me lo apropio. Incluso lo completo por mi cuenta añadiendo que me gustaría retrasar el evento varios decenios: los que el cuerpo aguante con lucidez. En esto debo confesar que he cambiado. Hace veinte años llegué a hacerme la ilusión de no morirme nunca. El general no se moría ningún día, ninguna madrugada, y pensé que si él no, quizá yo tampoco. Pero sí. (...) A veces es muy difícil morir. Hay hombres que se mueren a trozos, en pedazos, sin dignidad, dejando a los vivos un recuerdo último y cruel que falsea, como diría Machín, “toda una vida”. Hemos de aceptar, querido paisano, la posibilidad de que el brujo caracolero, si nadie le ayuda, se equivoque».

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