14 de nov. 2011

SOBRE LAS ENCICLOPEDIAS (Y II)

Foto: Imágenes Google
(... Viene de hace dos días)
Nunca comprenderé por qué a los de una generación anterior a la mía que tanto se emocionan recordando lo mucho que aprendieron con la Enciclopedia Álvarez les salía urticaria en cuanto les hacía saber que yo estaba en el quicio de su puerta con la insana intención de ofrecerles una enciclopedia para sus hijos. Esa actitud farisaica fue la que me llevó a suprimir de mi argumentación la palabra que aludía al objeto de mi venta, una paradoja tan inconcebible como necesaria para evitar el portazo en las narices. Y es que, aunque no lo supieran, la Larousse y la Oxford de mi catálogo, en comparación con la suya, equivalían a Rolls Royce que habrían de hacer las delicias de sus descendientes a un precio de risa.
Curtirme en el oficio pasaba por los circunloquios, por entrar en el juego sucio que proponían los padres. Pero si quería ganarles la batalla para que sus hijos ganaran la guerra de los estudios, no me quedaba otra. Se lo debía a aquel chaval que dejé llorando por no haber sido capaz de convencer a sus obtusos progenitores jugando limpio. Los niños fueron siempre mis aliados, un auténtico caballo de Troya en el hogar paterno. Por eso no dudé jamás en apoyarme en ellos. Lo había aprendido –aunque tardara en recordarlo– del vendedor que entró en mi casa cuando yo era pequeño.
A diferencia de muchos de mis iletrados compañeros (no todos), yo tenía fe ciega en el producto. Quería que la siguiente generación viera fluir el Rhin en su accidentado recorrido hasta desembocar en los Países Bajos como a mí literalmente me había sucedido de niño. Incluso ahora que las cosas han cambiado tanto sigo pensando lo mismo. Como a Antonio Muñoz Molina, me gusta tener siempre al alcance de la mano algunas enciclopedias, sólidas hileras de tomos alineados por orden alfabético, con una firmeza de cosas constructivas, de ladrillos o cimientos, de sacos terreros de palabras y sabiduría protegiendo de la intemperie la hospitalidad de mi casa, la quietud de mi cuarto de trabajo. No te digo nada en cuanto conseguí hacerme con ese tesoro que constituye por sí misma la Enciclopedia Universal Ilustrada, el Espasa, que es al reino de los libros lo que la gran ballena azul al de los animales, la criatura más inmensa, la tentativa más desaforada de resumir el mundo entero en las palabras, de organizarlo alfabéticamente, en un delirio imposible de exactitud, en un sueño de clasificación y explicación que tiene toda la nobleza de los grandes proyectos ilustrados, toda la metódica locura de los eruditos inventados por Flaubert o por Borges. Y es que en las enciclopedias está todo. Yo las consulto siempre, pues me permiten obtener la sensación a la vez tranquilizadora e inquietante de poseer con sólo levantarme de la silla un resumen del universo. Todas las cosas, todas las palabras, todas las vidas, parecen estar ahí, delante de nosotros, dóciles a nuestra mano y a nuestra mirada, archivadas, detenidas, salvadas de la confusión y el desorden de la realidad exterior. 

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