8 de des. 2011

LAS DOS HISTORIAS DE KAPUSCINSKI

Foto: Woiciech Druszcz



No mencionar a mi tocayo Ryszard (Ricardo) Kapuscinski en los 365 días de vida de este blog habría sido una falla para la que no hubiera existido redención posible. Durante veinte años lo he considerado el mejor reportero vivo del orbe. Como tal, y al no tener una obra demasiado extensa, he querido saborear su literatura del mismo modo que un coñac añejo: con sorbos sutiles y espaciados que permitan aprehender todos los matices. Pues creo que ahí radica su maestría. Cuando en Ébano analiza el continente africano a lo largo del siglo XX, no se limita simplemente a la gran historia de las guerras y las revoluciones; le interesa por igual la pequeña historia de sus gentes en su cruda peripecia diaria por la supervivencia. Acierta de lleno la escritora mexicana Elena Poniatowska cuando afirma que durante su vida trató a sus semejantes como si a la vuelta de la esquina fueran a caer muertos y no pudiera volver a verlos nunca más. Aunque ya no lo sabremos, estoy convencido de que ese modo de dirigirse a los demás era sincero y no una argucia para que se sintieran valorados y despepitaran con toda confianza su historia de vida. Basta con leer el revelador título de uno de sus últimos libros, Los cínicos no sirven para este oficio, fruto de las conversaciones que mantuvo con su entrañable amigo John Berger. O si no, con meterse de lleno en la que consideraba su mejor obra, Un día más con vida, y constatar cómo vivía como un pobre entre pobres, compartiendo en todo momento las duras condiciones de sus entrevistados. Cuando no había comida, él no comía; cuando no había cama, él dormía en el suelo; cuando no había agua, él pasaba sed... Era un hombre que ejercía su profesión desde las trincheras, desprendido de todo, de vuelta de todo, al servicio de todos.
En el macuto de mis lecturas seniles, en el que voy metiendo todo aquello que merece ser leído cuando alcance esa juiciosa edad –por supuesto, a riesgo de que un imprevisto lo impida–, el genio polaco figura al completo en un lugar destacado, lo cual no quiere decir que no le haya hincado ya el diente a esa insuperable trilogía africana que inició con El emperador. Hoy, sin embargo, me gustaría acabar con un fragmento del artículo que publicaron varios diarios dos días después de su muerte a finales de enero de 2007. Lo había escrito en la década de los noventa, si bien permaneció guardado en su archivo personal. Se titula Paseo matutino (yo lo habría titulado El comunismo en cuatro rayas) y es la sencilla evocación de un recorrido por los alrededores de su casa varsoviana una mañana cualquiera. «En el fondo de una profunda zanja colocan una gran tubería. ¿Colocar? Es mucho decir, pues en realidad resulta harto difícil detectar progresos en la obra. Es cierto que ya desde lejos diviso varios obreros y una excavadora. No puedo decir que no haya ninguna actividad. La hay, y constante; no paran de caminar, inclinarse, contemplar. A veces incluso puede suceder que la pala de la excavadora se empotre a fondo en la tierra, que alguien grite: “¡Wladek, ven pa’cá!”, que algún otro colega empiece a dar martillazos en el resistente suelo. ¿Y luego? Nada. Luego todo sigue como ayer y anteayer. Cada vez que me dejo caer por ahí, paso junto a un mundo aparte, insensible a todos los seísmos políticos, a todas las tormentas y conmociones, a los valores cristianos y los dilemas europeos. Ahí suena siempre la vieja música. La misma danza a ritmo lento, bailada en círculos y al son de la melodía de toda la vida, con pasos archiconocidos, invariablemente cautelosos, no vaya a ser que se levante polvo o se derrame una gota de sudor».  

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada