10 de gen. 2011

CONTRADICCIONES DEL DICHOSO MÓVIL DE MARRAS

Foto: Imágenes Google



Mi hermano –algo menor que yo– sigue en sus trece de continuar prescindiendo del móvil. Se niega a traicionar su credo vital, que, desde siempre, viene rigiéndose por una absoluta desidia hacia todo lo que no tenga que ver con su gran pasión, la música. Me guardaré mucho de echárselo nunca en cara porque acostumbra a protegerse con respuestas contundentes que lo dejan a uno sin resuello. El otro día, por ejemplo, con motivo de las elecciones autonómicas catalanas y conociendo de antemano su inmutable acracia, se me ocurrió preguntarle si votaría. «¿Tú qué crees? Aquél que vota no merece después tener derecho a queja», me espetó. Por eso, con respecto al móvil, guardo silencio porque temo algo como: «Llámame carca si quieres, aunque en realidad los conservadores sois vosotros, quienes, con el endeble argumento de ‘yo lo tengo por si acaso, para que me saque de algún apuro’, contribuís a hacer cada día más rica a Telefónica con millones y millones de llamadas absurdas».         
Lo cierto es que llevo años no únicamente esperando una heroicidad de mi viejo móvil, sino viéndome además perjudicado por el mal uso (abuso) que de él otros hacen en su cotidiano quehacer laboral de cara al público. Estoy harto de las interrupciones que se producen cuando me dirijo a la persona que atiende en el mostrador de una consulta médica o a mi mecánico de confianza tras haber convenido una hora o al operario que al fin viene a casa a reparar algo después de varios días de espera y, de repente, empieza a sonar el dichoso móvil de marras. Todos parecen hipnotizados, como si la repentina llamada estuviera destinada a cambiarles la vida. Lo peor es la cara de tonto que se le queda a uno cuando, con auténtico descaro, descuidan su atención hacia el que tienen delante para dedicársela a alguien que, desde la distancia, no ha hecho méritos suficientes para ser tenido en consideración. 

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