CORRER (I)

Foto: R. Berrocal

Una vez más, otra lectura perniciosa me ha puesto en movimiento. Aunque, en esta ocasión, en un sentido literal. He vuelto a hacer deporte; he vuelto a correr. Después de quince años de inactividad, ha aflorado en mí el espíritu de aquel adolescente que ganó el campeonato de cross del Turó de la Peira una semana antes de fracasar con estrépito en la competición interescolar de final de ciclo del barrio. Murakami ha sido el artífice (quién lo iba a decir, con lo menudo que es). Compré De qué hablo cuando hablo de correr a falta de unos días para Sant Jordi, atraído por sus irresisitibles título y portada con la fotografía del autor corriendo. No quise leerlo enseguida; reconozco que al adquirir el libro, además de los motivos que he expuesto, hubo otro subrepticio, algo así como la premeditada búsqueda de una llamada. Por eso no lo leí al momento; entonces me hallaba en plena vorágine rutinaria y estoy convencido de que la repercusión deseada hubiera resultado nula. Así que he esperado hasta hace unas semanas y, claro está, la paciencia ha merecido la pena. Cierto es que tenía una predisposición inicial, pero sin el empujón de este Murakami pletórico no lo hubiera conseguido. Engullí el libro en dos sentadas, me reconcilié con el autor japonés –Tokio Blues tuve que dejarlo a medias, qué le vamos a hacer– y, por fin, me calcé las bambas que con la mejor de sus intenciones me regaló mi mujer el año pasado por mi cumpleaños. La noche anterior a la madrugada en que me propuse empezar a correr, con juvenil ilusión y los nervios a flor de piel, ya soñé que me unía a Murakami y John Irving en Central Park y, pese a no decir ni pío –a causa de mi tosco inglés pero, sobre todo, por temor a romper mi ritmo–, corrí junto a ellos sin perder ni por un momento su estela.