30 de gen. 2011

HISTORIAS ALREDEDOR DE LOS LIBROS (I)

Foto: R. Berrocal
No he explicado todavía que una de las facetas de mi trabajo consiste en redactar biografías de gente recién difunta y que para ello me veo obligado a acudir a los diversos tanatorios de la ciudad a fin de recabar cuanta información sobre el finado –aún de cuerpo presente– puedan o quieran facilitarme sus allegados. Precisamente ahora se cumple un año desde que rompí con mi pasado de viajante de enciclopedias y me empleé como cronista mortuorio. Ni que decir tiene que durante estos meses las anécdotas se han sucedido. Prometo recoger más adelante en alguno de estos escritos las más suculentas. Hoy, sin embargo, me gustaría explicar una relacionada con mi pasión por los libros. Me ocurrió el pasado miércoles en el tanatorio de Les Corts. Entrevistaba a unos hermanos que acababan de perder a su padre, Manuel Guijarro Blázquez, muerto a los ochenta y cinco años, cuando les pregunté dónde residió tras contraer matrimonio. «Mis padres han vivido toda la vida en la calle Muntaner, 38», me respondió Javier, el primogénito. Al oírlo, las mariposas de mi estómago alzaron el vuelo al unísono. «¡Como la novela!», exclamé en alto, preso de la emoción. «¡No me digas que la conoces!», dijo Margarita, otra de sus cinco hijos, tan sorprendida como yo. «¡Ya lo creo! Me encantó». «Pues nosotros somos los del principal segunda. Los de las palomas».
Recuerdo que compré la novela en Pallejà, en 1998, en el almacén que queda a la derecha de la autovía y que en aquel tiempo pertenecía a Plaza&Janés. Mi amigo Gabi, trabajador de la casa, tenía un pase con el que durante las navidades podía adquirir libros con alguna pequeña tara a un precio de risa y, generosamente, me hacía partícipe de su bicoca. El título de la novela me sedujo al momento, aunque he de reconocer que el autor, José Antonio Garriga Vela, me era desconocido. Recuerdo también que la tuve reposando varios años en la biblioteca hasta que Joan de Sagarra la recomendó encarecidamente en uno de sus artículos. Pero, por encima de todo, lo que más recuerdo es que al regresar todas las noches, extenuado, de mi laboral rutina de viajante, los ojos se me iban al edificio número 38 de la calle Muntaner situado casi a la altura del semáforo que solía ponérseme en rojo. Miraba entonces hacia arriba y me extasiaba de tal manera contemplando el artesonado del techo rosado de uno de los pisos bajos –quizás el principal segunda– que me decía a mí mismo: «¡Qué bien! Ya estoy en casa». Hoy en día, mi rincón favorito del piso donde vivo está pintado de ese color, que no es otro que el del fondo de este blog.   

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