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Los veo de continuo por el barrio, al parecer agrupados según el idioma que hablan. Los hispanoamericanos, por un lado; los eslavos y germánicos, por el otro. Los unos, buscando cobijo bajo la dura piel del Macba; los otros, guarecidos en la plaza Bonsuccés. Todos unidos por una debilidad común: el alcohol.
En su día se bajaron de un tren en marcha y ahora penan su audacia en una estación abandonada, dejados de la mano de Dios. Pese al envilecimiento físico y moral al que los lleva la intemperie, mantienen intacta su idiosincrasia y, en ese deambular cotidiano, exhiben a menudo una desafiante dignidad. Contó una vez por la radio el antropólogo Manuel Delgado que, al desatender con desdén la caridad implorada por uno de ellos, fue increpado de una manera irrevocable: «Al menos, ten el valor de mirarme a la cara», le dijo.
Estirados sobre cartones en sus sacos de dormir o tapados con mantas de otro siglo, me recuerdan a los tumbados, aquellas personas que, sin comerlo ni beberlo, y eludiendo todas y cada una de sus responsabilidades familiares y laborales, un buen día deciden ausentarse de su quehacer diario para ver pasar la vida desde su cama. Son los discretos antecesores de los hoy en día ya legendarios hikikomori, ese millón largo de adolescentes japoneses atrincherados en sus habitaciones con lo último en materia de ordenadores, música, televisión y otros avances tecnológicos. Como explicaba veinte años atrás en un artículo el alburquerqueño Luis Landero, «sólo algunos habrán tenido el privilegio de conocer de cerca a un tumbado; esto es, no a un holgazán, a un neurótico o a un simple enfermo imaginario, sino a un auténtico e irrepetible ejemplar de tumbado: a un hombre que una mañana opta por suspender su actividad social y se abandona espléndidamente a la inacción». Posiblemente, el más conocido tumbado de la historia haya sido el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, el autor de «El astillero» o «Juntacadáveres», quien se pasó años en la cama dando rienda suelta a sus pasiones de leer, escribir, fumar y beber whisky. Todo sea a fin de cumplir a pies juntillas aquella boutade de Blaise Pascal, científico y filósofo, de que «los infortunios de las personas derivan de no saberse quedar tranquilas en sus casas».
Ricard, gràcies per descobrir-me aquest món.
ResponEliminaJo de gran vull ser "tumbada"!!!
Llàstima que he deixat de fumar, sort que encara em queda el whisky!
Laura