UNA DE FIESTAS NAVIDEÑAS
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Foto: R. Berrocal |
El de Reyes es uno de esos días en los que jamás me cansaré de madrugar. De pequeño, era superior a mí permanecer en la cama a la espera de que los demás se levantaran, sobre todo a raíz de comprender que lo que verdaderamente me gustaba no era jugar con los juguetes que sus altezas de Oriente me habían dejado sino extasiarme contemplando la primorosa colocación en la que habían sido dispuestos. Caminar de puntillas a oscuras al menos un par de veces durante la noche, verme cegado tras accionar el interruptor de la única habitación de la casa en la que nadie dormía y, en un pispás, ser testigo de la más amorosa escenografía que se le puede brindar a un niño, fue sin duda la mayor pérdida que experimenté con la llegada de la adolescencia. Pero, por fortuna, el tiempo vuelve a poner las cosas en su sitio y, ya como padre y rey, he venido recuperando aquellas antiguas sensaciones y me he asombrado a la mañana siguiente del celo aplicado la noche anterior para cuadrar el círculo y posibilitar que también mis hijos se maravillen con el dichoso descubrimiento. Además, para mi solaz, ahora la Epifanía no acaba tras abrir los regalos. He sabido encontrarle el gusto a la cola matutina para comprar el roscón que ha de prolongar la felicidad de mi familia hasta la sobremesa. Me resulta de lo más placentero la espera en la calle confortado entre las conversaciones de mis vecinos y el lento avance para disponer de mi turno en la pastelería del barrio. Consigo incluso olvidarme de la cuesta de enero y de las alegrías y los sinsabores que a buen seguro me deparará el nuevo año.
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