Foto: Imágenes Google |
Esta mañana, cuando ya tenía el post de hoy preparado, he frenado bruscamente y, al igual que los grandes tabloides ante la llegada in extremis de una exclusiva, he detenido las rotativas en el último instante. Pero que nadie se lleve a engaño. Mi decisión no la ha motivado la urgencia de dar paso a la narración de un recién acaecido suceso de relevancia mundial, ni tampoco nacional, ni tan siquiera local... Es más, por lo poco que he ido viendo, este soporte no está pensado para tal fin. Yo, al margen de cualquier otra consideración, tengo al blog sobre todo como una rendija para dar rienda suelta a la nostalgia. Si bien, he de decir que, respecto a la temática de hoy, esta vez mi añoranza a punto ha estado de quedarse varada en dique seco por culpa del incesante bombardeo al que me he visto sometido por los medios de comunicación durante el fin de semana. Como ya habréis deducido, me estoy refiriendo a la conmemoración de los treinta años del fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
El asunto ha sido tratado desde todos los ángulos, por lo que llegar a meter la cuchara era poco menos que una hazaña. Me he sentido como un trozo de talco en el interior de una piedra de diamante. Pero, a pesar de la pereza, esta mañana he pensado que habría sido una lástima pasar por alto la efeméride. Ni que fuera porque no habría podido citar uno de mis libros preferidos de hace un año, Anatomía de un instante, de Javier Cercas. Ni tampoco mencionar la rigurosa labor de campo realizada hace unos días cuando, en un alarde de originalidad, se me ocurrió telefonear a algunos de mis amigos para preguntarles cómo vivieron aquel día. Las respuestas fueron tan curiosas y unánimes que bien merecían la publicación de este escrito. Y es que, dado que todos los que ahora estamos en la cuarentena entonces aún éramos unos niños, no habría colado tergiversar la realidad, de manera que la mayoría evocó la figura paterna y alabó su presteza a la hora de poner a salvo a los suyos ante el temor del incierto futuro que podía aguardarles en caso de prosperar el golpe; fue, en definitiva, algo así como un encumbramiento del progenitor a la categoría de héroe. Pero lo bueno del caso es que hubo además un elogio tan encendido como falso respecto a la entereza con que los padres se deshicieron de «sus documentos comprometedores» (como si todos hubieran sido unos conspiradores aun en tiempos de democracia). Y pensar que ese día los míos estuvieron conmigo en la tienda de deportes del barrio y, pese a lo escuchado por la radio, no aprecié en ellos ninguna suerte de nerviosismo y salí eufórico con mis nuevas Yumas negras de dentadas tiras gualdas.
Nota: ¡Increíble! Mi hijo, que, a causa de una otitis, ayer se quedó a dormir en casa de sus abuelos –mis padres–, ha aparecido con unas zapatillas deportivas de baloncesto compradas precisamente hoy, 23-F, en la misma tienda donde yo me compré las mías hace treinta años.
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