Foto: Imágenes Google |
Acabo de llegar del cine y me pongo a escribir entusiasmado. Es la una y media de la madrugada, pero no quería meterme en la cama sin aludir antes al peliculón por el que acabo de sentirme completamente cautivado: El discurso del rey, del director inglés Tom Hooper. Gracias a él he recuperado la cita bimensual con Marc y Joan Anton, dos padres del colegio de mis hijos y escuderos fieles en mis razzias cinematográficas por tercera temporada consecutiva.
Todo se ha decidido a última hora y, como suele ocurrir, cuando nada esperas el melón te sabe a gloria. He asumido la sorpresa pese a tener muy claro que la película no dejaba de enmarcarse en esa tendencia tan fastidiosa de hoy en día en muchos argumentos fílmicos de elevar la anécdota al rango de categoría. Eso ha sido lo mejor del caso, algo así como un torpedo en la línea de flotación de mis prejuicios (si no los ha destruido, sí al menos ha conseguido removerlos para ponerlos en tela de juicio). Pues, en principio, la cosa no va más allá de asistir a cómo un logopeda sin nombre trata y cura con maestría la tartamudez de todo un rey. A mi parecer, el mérito de la historia radica más en la forma que en el fondo, si bien no debe pasarse por alto la brillantez con que Hooper establece el equilibrio entre ambos. Por supuesto, en su rutilante empeño ha contado con la ayuda de dos actorazos, Colin Firth y Geoffrey Rush, y de una ambientación que me ha hecho recordar las de Lo que queda del día, La locura del rey Jorge, La reina o la mítica serie Retorno a Brideshead.
No he dicho que la trama, lejos de la ficción, está basada en un retazo de vida del rey Jorge VI, padre de la actual reina de Inglaterra, y es otro claro ejemplo de lo mucho que el cine ha contribuido a humanizar y a acercar a la familia real británica al pueblo.
La película, además de acelerar mis emociones, ha atraído a mi mente a un compañero de mi primera escuela de quien perdí la pista muy pronto y que hasta esta noche había permanecido en lo más recóndito del pensamiento. Se trata de Enrique García, el único tartamudo con el que he tenido trato, y que, curiosamente, no sufrió befa por parte de ningún otro niño. Quizá se debió a que él mismo se adelantaba al resto y, sumiéndose en un delirante paroxismo de risotadas para disimular su defecto, garantizaba la juerga.
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