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Presiento que, de conocerlos, me caerían bien los islandeses. Pese a cómo los pinta Arnaldur Indridason en sus novelas y a haberlos demonizado yo mismo en su día por haber especulado como pocos –a causa de la irresponsabilidad de sus dirigentes– en un casino financiero global liberalizado hasta el extremo gracias a la connivencia de la clase gobernante internacional. Hace tan sólo tres años, ocupaban el primer lugar en el informe de la ONU sobre el Índice de Desarrollo Humano, pero la triste realidad es que vivían muy por encima de sus posibilidades. Sin proponérselo, con su desplome se convirtieron en el paradigma de la actual crisis financiera mundial.
Pero, a juzgar por todo lo ocurrido después, no sólo se han resarcido con creces de su error sino que, en un asombroso giro copernicano, deberían erigirse ahora en abanderados de una recuperación económica planetaria a base de imaginación y valentía. Su pequeña revolución –que, todo hay que decirlo, ha sido expresamente silenciada por unos medios de comunicación al servicio del poder imperante– se inició con la dimisión en bloque del gobierno islandés a causa de la presión popular y continuó con la nacionalización de los principales bancos del país y la reescritura de la constitución; pero, sobre todo, se consolidó gracias a la decisión irrevocable y por mayoría absoluta de no pagar la deuda contraída con Gran Bretaña y Holanda (lo cual me ha recordado la teoría de mi amigo Pascual que reflejé en el artículo Lección de economía campestre). Además, lo bueno del caso es que todo ello se ha desarrollado de una forma pacífica: a golpe de cacerola, gritos y lanzamiento de huevos.
La pregunta es: ¿Qué pasaría si existiera un consenso generalizado por parte del resto de ciudadanos de Europa para seguir el ejemplo islandés? De acuerdo que las reducidas dimensiones de esta isla de 300.000 habitantes y la poca complejidad de su entramado social, político y económico ha favorecido el proceso, pero no hay que olvidar que, a diferencia de muchos países europeos, Islandia cuenta con muy pocos recursos naturales y una economía del todo vulnerable, a expensas de los caprichos de otros. De ahí el mérito de su rebeldía. Propongo, pues, que apartemos los ojos de Túnez y Egipto durante unos minutos y nos detengamos a pensar en la gélida eficacia de nuestros vecinos del norte.
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Con Enrique Carpintero, doy por inaugurado el capítulo de agradecimientos a quienes tengan la amabilidad de suministrarme temas para este blog.
A sido un placer, gracias a tí
ResponEliminaEnrique Carpintero