Foto: Imágenes Google |
Llevo pocos días trabajando como editor en la agencia de comunicación donde hasta ahora ejercía también de cronista mortuorio, y en este escaso tiempo ya he podido darme cuenta de la enorme distancia que me separa de mis compañeros –un mínimo de diez años más jóvenes que yo– en algunos aspectos. A su lado me siento sobre todo indefenso en cuestiones tecnológicas, como si hubiera regresado a la niñez y mi zurdera fuera reprendida y confinada y me viera nuevamente obligado a escribir con la diestra. Imposible ser creacionista cuando, desbancado por los de la siguiente generación, he podido comprobar cómo la edad me va convirtiendo en un lento quelonio de Las Galápagos y, por extensión, en ejemplo viviente de la darwiniana evolución de la especie. En la palma de mis compañeros, el mouse del ordenador parece una prolongación de su mano, y el monitor, un apéndice de su vista al que no se augura fin en su capacidad de alcance. Tan sólo en algún momento puntual, mientras me pregunto qué hago yo allí con ellos, me asalta la duda de si –según lo sostenido por algunos apologetas de los tiempos pasados–, pese a los muchos campos que abarca, su cultura también ha devenido fragmentaria y acaso carente de reflexión, o si, como intuyo, se trata simplemente de un mal de juventud resoluble.
Hoy, en cualquier caso, a raíz de una conversación que mantuve el otro día con un padre de la escuela de mis hijos, Pere Llobera (de quien tiempo habrá de hablar largo y tendido), voy a permitirme traer a mis envidiados compañeros de trabajo a este espacio para opinar sobre los juegos por ordenador. «¿Es conveniente alejar a nuestros hijos de las maquinitas?», nos preguntábamos Pere y yo. Él me confesaba su adicción entre los dieciséis y los dieciueve años, y el insano placer que experimentaba yendo a las salas recreativas y dejándose literalmente la piel para que le cundiera la moneda que había invertido en la partida. Yo, en cambio, me callé la época en que, obsesionado con un juego de raras figuras geométricas tridimensionales, veía la vida como un puzzle.
(Continuará)
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