21 de febr. 2011

UNA DE BALONCESTO

Foto: Imágenes Google

En séptimo de E.G.B. Edmundo Toral Carletón, a quien todos admirábamos por su precocidad en cualesquiera órdenes de la vida, me inoculó el virus del baloncesto. Ese año tan sólo cuatro niños de mi curso fuimos usuarios del comedor de la escuela, por lo que, pudiéndome dedicar todo su tiempo en el rato de patio entre la comida y las clases mientras fumaba a escondidas sus farias, Toral pasó a convertirse en mi particular James Naismith. Desde aquel dichoso aprendizaje no tuve reparos en detener en seco mi progresión como futbolista para centrarme de lleno en el deporte de la canasta.
A aquella época se remonta también mi afición –aunque mejor sería decir locura– por los partidos de baloncesto televisados. Todo quedaba en suspenso así que, a través del ya entonces antediluviano Elbe en blanco y negro de casa, me llegaba la voz del locutor gallego Héctor Quiroga, seña de identidad entre otros del insoslayable torneo de Navidad del Real Madrid. Nombres como Wayne Brabender, Juan Domingo lagarto De la Cruz, Samuel Puente, Essie Hollis, Mike Phillips o Javier Mendiburu se grabaron de tal manera en mi cerebro que aun hoy en día pivotan sobre algún recóndito pliegue. Gracias a los cuatro partidos de la tele que cada fin de semana me metía entre pecho y espalda, así como a la revista semanal Gigantes y a la mensual Nuevo Basket, adquirí incluso el poso cultural necesario para dignificar mi papel en los duelos amicales con el hijo de mis padrinos Ricardo y Rosa, el hoy conocido periodista Ricard Torquemada, por ver quién se llevaba el entorchado.
La euforia se desató con la medalla de plata de la selección en los boicoteados JJ.OO. de Los Ángeles’84. Sin transición posible, pasamos del corte de UCLA que el entrañable Antonio Díaz Miguel aprendió de su homólogo Bobby Knight al Coast to Coast de Magic Johnson en las finales de Los Lakers contra los Celtics que, tras los prolegómenos con el Faith de Georges Michael, nos narraba de madrugada Ramón Trecet. Pero, sin duda, la culminación de todo un sueño se hizo realidad la primera vez que presencié el fin de semana de las estrellas de la NBA y su plato estrella: el concurso de mates. El dios Michael Jordan se impuso tras volar desde la raya del cuello de la botella y dio paso al vacío. O al menos eso creí yo hasta que, al cabo de poco tiempo, apareció un renacuajo de 168 centímetros llamado Anthony spud Webb para darle otra vuelta de tuerca al asunto. Y así hasta llegar a este fin de semana y al salto de un tal Griffin, el último king of dunkers, por encima de un coche. Al verlo, me ha venido a la cabeza el elogio que en su día le salió del alma a un desconocido al verme volar por encima del aro: «¡Joder, tío, con tu mate tengo para flipar durante un mes seguido!».

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