Foto: R. Berrocal |
¿Alguien conoce un cielo tan bonito como el africano? ¡Yo, sí! El europeo, el americano, el australiano y, de haber tenido ocasión de contemplarlo, seguramente también el asiático. Así que, por ese lado, estoy tranquilo: dudo que vaya a caer en el tópico. Ahora bien, donde no me queda otra más que la de hacerlo –y sin ambages– es en la definición de los animales de la foto, los elefantes. Los he observado de cerca y con gran detenimiento, y no puedo más que suscribir cómo han sido descritos hasta ahora. Fuertes, inteligentes y nobles, son los amos absolutos de la sabana o, en el caso de los presentes, del desierto salino del parque nacional de Etosha. Cuando, en el seco invierno de Namibia, el acorazado de proboscidios aparece a lo lejos camino de la charca donde se agolpan y abrevan tantas otras especies animales, tocan a rebato. Su presencia aconseja la desbandada general, un estratégico repliegue sin traumas ni prisas pero, sobre todo, sin pausas.
Los elefantes son arena de otro costal. Aun dando la impresión de disfrutar de cuanto les ofrece la naturaleza, se diría que su razón de ser persigue un fin último para el que sólo ellos han sido concebidos: trazar las rutas de la vida como las líneas esculpidas en la palma de la mano. Su denuedo es su legado pero también su prisión. Viéndolos recorrer el trayecto con andar cansino y la mirada extraviada, uno se pregunta si no penan por pecados cometidos en otros tiempos. Su estereotipado comportamiento parece responder al de los animales de los zoológicos, donde la pezuña se planta en el mismo sitio una y otra vez, como si tuviera que quedar grabada por los siglos de los siglos. Pero no me hagáis mucho caso. Quizá me esté desquitando por haber sido yo el enjaulado en el campamento Namutoni de Etosha. Todo fuera por evitar un trompazo del espíritu de alguno de esos veinte mil elefantes a quienes cada año segamos la vida para arrebatarles el marfil de sus colmillos. Pues donde van a morir los elefantes, como creía saber el escritor chileno José Donoso, no es a un cementerio repleto de frondosas acacias sino a manos de la codicia del pobre rey de este planeta.
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