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(Viene de hace cuatro días)
Cuando empecé a trabajar de viajante de enciclopedias quise convertirlo en mi cabalgadura. En los pequeños pueblos de la provincia de Barcelona en los que se desarrollaba mi actividad laboral enseguida suscitaba la curiosidad de los lugareños; de hecho, tengo que reconocer que más de una venta se consumó gracias a las simpatías que despertaba entre los niños, mis verdaderos clientes, quienes, relacionándome con él, hacían todo lo posible para echarme una mano en el decisivo combate frente a sus padres. Sin embargo, mi querido Escarabajo no pudo resistir por mucho tiempo las panzadas de kilómetros a las que lo sometía. El carburador se ensuciaba más de lo debido y los achaques del motor de arranque eran frecuentes. Y si, por azar, ambos se ponían de acuerdo para concederme una tregua, aparecía entonces un problema en la bomba de la gasolina, en el dichoso tornillo del ralentí o en la caja de cambios, cuando no en los remilgados frenos. Cada vez que llegaba al taller con mi fiel compañero hecho trizas, me veía incapaz de disimular mi preocupación ante el mecánico, y éste, consciente de que no repararía en gastos, solía entrar en materia frotándose las manos.
No tuve más remedio que condenarlo al ostracismo en una lúgubre plaza de parking que le sobraba a mi suegro. Al final, se lo acabó quedando un familiar sin parentesco que lo subió en un ferry para que se fuera consumiendo dignamente por las carreteras de la isla de Mallorca. Y es que, como diría el escritor Javier García Sánchez, autor del magnífico relato Mi Escarabajo y yo, «éste es un coche sobre cuyos cristales uno puede encontrar desde insultos hasta notas de gente que desea comprarlo. Es como un texto de Hegel, como una Cantata de Bach, como un desfile de la Wehrmacht, algo pétreo y rutilante. Hostil a lo efímero, noble y neutro como una catedral gótica».
Recordando aquella belleza mientras conduzco un coche sin personalidad, no puedo dejar de lamentarme por el desangelado parque móvil con el que cuenta Barcelona –y creo que, en general, todas las ciudades de España–, en el que los vehículos clásicos no tienen ninguna presencia. Presumo que es cosa de ese odioso pragmatismo al que ya he hecho referencia en algún que otro artículo de este blog. Qué diferencia con otros países europeos, como por ejemplo Holanda, donde sus habitantes sí conservan un ápice de romanticismo y cuidan con esmero su patrimonio automovilístico, amén de sus antiguallas navales, a las que incluso llegan a acondicionar para hacerlas habitables.
En aquest país tenim un gran defecte valorem més lo nou que els objectes que són vells,encara que aquell objecte sigui per a nosaltres un plec de records i que inclós puguem explicar veritables històries on els nostres sentiments surtin en cada paraula i pensament ,aventures compartides, novietes contemplan un cel ple d'estels i companys on la alegria estava a flor de piel després d'una nit de farra,doncs no es posen nostàlgics que al menys es queda l'escriptura per a narrar aquests aconteciments i compartir-les amb tot aquell que estimes.
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