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(Viene de hace dos días)
Las pocas veces en las que me he visto en la tesitura de acudir a un tanatorio antes de ejercer el oficio de cronista solía venirme a la cabeza el mismo pensamiento acerbo: fallecer asistiendo al velatorio de un difunto. Pues bien, fui testimonio directo de ello a mediados de junio; tanto fue así que la señora en cuestión –la hermana del finado– se precipitó en mis brazos con la evanescencia de una pluma. De nada sirvieron todos los intentos para reanimarla. Había caído fulminada por voluntad divina o mundana y, al cabo de tres días, me habría de reencontrar con su familia. Casi a continuación, y por una circunstancia idéntica, un despiadado ataque al corazón, me tocó cubrir el fallecimiento de un compañero de mis tiempos de COU. De entrada, no reparé en que era él hasta que no reconocí a otros compañeros de aquella época más íntimos del difunto que yo. Entre ellos estaba Manolo, con quien había roto la amistad veinte años atrás por una estúpida discusión y con el que inmediatamente volví a confraternizar. Por lo que respecta al fallecido, ahora era muy fácil decirlo pero el caso es que se cumplió lo augurado por mí en una de aquellas apuestas, tan estúpidas como nuestros enfados, en las que, entre bravuconadas, me sumía frecuentemente junto a otros compañeros. Y es que, no sé muy bien por qué, ya en nuestra juventud su aspecto lozano me daba mala espina.
– «¿Mueven los cadáveres por la noche?» –me preguntó entre susurros para que nadie la tomara por loca la ponderada señora con la que había estado hablando y a quien acompañé a la recepción para resolver un trámite–. «Usted no me creerá, joven, pero le aseguro que ayer mi marido no estaba como hoy». No supe darle respuesta. Me había dejado patidifuso.
Entre las aproximadamente quinientas entrevistas que habré realizado el pasado año –con sus correspondientes recordatorios–, las he visto de todos los colores. Desde gitanos que querían pegarme si seguía husmeando en su vida hasta locuaces familias con las que más de una vez llegué a cerrar los tanatorios. Sea como fuere, puedo afirmar que no me he aburrido en ningún momento y que he experimentado sensaciones muy parecidas a las vividas mientras leo un libro o veo una película en el cine. Y es que, como reza la proclama de mi agencia de comunicación: «Todo el mundo tiene una vida y al morirse merece un homenaje. Porque nuestra sociedad está construida sobre las tumbas de millones de personas aparentemente anónimas donde siempre existirá la flor de nuestro recuerdo. Y de nuestro reconocimiento más sincero». Casi ná.
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