21 de març 2011

SÍNDROMES

Foto: Imágenes Google

La vida está llena de síndromes que definen los síntomas de las afecciones de quienes se han salido del redil. En cuanto alguien se aparta del camino establecido en seguida se le cuelga un síndrome. Hay un síndrome para cada anomalía, tanto en un sentido médico como en uno figurado. Hay síndromes con los que se nace y los hay que se adquieren con la edad y las circunstancias. En cualquier caso, y pese a sus evocadores nombres, no parece que la mayoría de ellos esté destinado a endulzar la vida de quienes los sufran.
El síndrome de Ulises es uno de los que se ha agravado a raíz de la crisis económica. Un tercio de los extranjeros que vive sin papeles en España puede padecerlo. Se le conoce como la enfermedad de los invisibles y se caracteriza por un estrés crónico y múltiple, un cuadro médico en el que coinciden la depresión, la ansiedad, el dolor de cabeza, la fatiga, así como los fallos de memoria y de atención. Pero no es una patología por sí misma sino la consecuencia de las condiciones de presión extrema en las que las personas hacen su migración. Todo se inicia con la soledad, la separación forzada de los seres queridos; se desarrolla con el fracaso del proyecto migratorio; y se agudiza con la lucha por la supervivencia diaria y el miedo psíquico y físico a ser detenido y expulsado y devuelto al lugar de origen. No sé dónde he leído que “en estas condiciones extremas, cualquier ser humano entraría en crisis, pues es igual que si nos colocaran en una habitación a cien grados de temperatura”.      
Siempre que se habla del síndrome de Ulises me viene a la cabeza mi amigo Marco, un boliviano de la región del Beni, ubicada no en el altiplano sino en la selva amazónica. Nos conocimos en su país, en el final de un viaje. Tenía una modesta agencia turística en su pueblo, Rurrenabaque, y él mismo se prestó a hacerme de guía –y casi me llevó en volandas– para que satisfaciera mi afán por conocer la selva. Al cabo de un tiempo, me llamó desde Palma de Mallorca. Llevaba ya un año en España y se volvía para su tierra después de haber malvivido en un cuartucho sin pizca de ventilación y con una única comida diaria. Había fracasado en su aventura europea. No me lo pensé dos veces y, como el trabajo me lo permitía y el gusanillo de la selva había calado hondo la primera vez, volví a Bolivia con él. Puedo afirmar que jamás he vivido tan intensamente en propia piel las sensaciones experimentadas en un determinado momento por otra persona como cuando Marco, después de tanto tiempo sin hacerlo, estiró la cuerda del motor de arranque de su barca y, sintiéndose el rey del mundo, la condujo río Beni abajo sumido en un silencio que lo decía todo.  

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