23 de març 2011

UN CÓMIC MAGISTRAL

Foto: Imágenes Google

¡Qué gozada, ladies & gentlemen! Hacía más de veinte años que no leía un cómic y el otro día va y se me presenta Enrique con uno en el club de lectura y me dice: «¡Léetelo! Creo que te gustará». «¿Por qué no?», pensé mientras me autoimponía una condición para que no me quitara tiempo de otras ocupaciones: hojearlo y ojearlo aprovechando los trayectos de metro de casa al trabajo. Pues bien, puedo asegurar que nunca he tenido tantas ganas de coger el metro como durante esta semana. Es más, ha sido tal el grado de ensimismamiento al leerlo que, de haberme hecho su objetivo, hasta el carterista más inexperto se habría salido con la suya. En cualquier caso, ha valido mucho la pena correr el riesgo de ser desplumado porque El invierno del dibujante, del ilustrador valenciano Paco Roca, ha sido de largo la obra que, en cualquiera de los ámbitos artísticos en los que curioseo, más me ha cautivado en mucho tiempo.
Con unas viñetas generosas en toda suerte de detalles y un sinfín de escenarios fijos que, lejos de atraer el hastío, dotan a la narración de una calidez muy agradable –creo que la brillantez en la resolución de algo tan complejo es lo que verdaderamente me ha enamorado–, se asiste a un capítulo muy concreto de la historia del cómic español: el del intento de un grupo de dibujantes –Carlos Conti, Guillermo Cifré, Josep Escobar, Eugenio Giner y José Pañarroya–, famosos por sus personajes –Apolino Tarúguez, el reportero Tribulete, Carpanta, Zipi y Zape, el inspector Dan o don Pío– por independizarse de una editorial, Bruguera, para abrir su propia revista: Tío Vivo. Todo ello en el marco de una España en plena efervescencia franquista donde cualquier intento empresarial proveniente de alguien desafecto al régimen era inmediatamente descabezado.
El sueño apenas duró un año y los cinco historietistas se vieron obligados a regresar al vientre de la ballena mientras que la revista que con tanta ilusión habían fundado se convirtió en una cabecera más del imperio Bruguera. Quisiera destacar, asimismo, la verosimilitud de todos los personajes, entre los que sobresale el Vázquez de Las hermanas Gilda y Anacleto, agente secreto, encarnado no hace mucho en el cine por Santiago Segura –en el cómic, un auténtico Judas–, Víctor Mora, el célebre guionista de El capitán Trueno, el escritor Francisco González Ledesma, autor del comisario Méndez o de las novelitas del lejano oeste americano que escribió con el seudónimo de Silver Kane –aquí un abogado comido por los remordimientos–, y su tío Rafael González, el auténtico cerebro de Bruguera y quien se lleva la peor parte.    
En definitiva, que no sé cómo le diré a Enrique que no puedo deshacerme así como así del ejemplar que me ha prestado y que si quiere que se lo devuelva ya puede estar encargándome otro.

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