8 d’abr. 2011

EL 'CHOW-CHOW' DE FREUD

Foto: Imágenes Google

Explica Eva Weissweiler, la biógrafa de Sigmund Freud, que su joven ama de llaves, Paula Fichtl, al abrir la puerta de la calle, enseguida se percató de la importancia del caballero que tenía delante. Corría el mes de marzo de 1932 y se reunían por vez primera el señor de la casa y el gran escritor alemán Thomas Mann. Sin embargo, la que estaba destinada a ser una de las más apasionantes entrevistas que pudieran tener lugar en la primera mitad del siglo XX, resultó algo así como destapar una botella de champán desbravado, puesto que ambos intelectuales, según contó el ama de llaves, “consumieron su tiempo hablando únicamente de perros y puros”. Es más que probable que en aquel encuentro también estuviera presente Jofie, la perra chow-chow de Freud, y que fuera ella la que acabara acaparando la conversación mientras aquellos geniales patricios daban buena cuenta de un espléndido habano.
Freud empezó a tener perro a partir de los 72 años, y desde entonces y hasta su muerte, acaecida once después, siempre se hizo acompañar de un chow-chow. Al parecer, la vida del mejor amigo del hombre en casa de los Freud no era nada fácil. Orientarse, sin embargo, en la maraña de neurosis a que a veces conducía la sobreabundancia de mujeres de la familia –Martha, Minna, Anna, Paula, Lou, Eva, Marie, Dorothy, etc... – era una hazaña que, a diferencia de su amo, Jofie conseguía de manera magistral. De hecho, entre otras de sus virtudes, este perro sabía con exactitud cuándo Freud se disponía a dar por acabada una sesión, y un momento antes se levantaba como para acompañar al paciente a la puerta. Además, solía echar una mano a su amo con la terapia, olisqueando a los pacientes y ladrándoles si no le gustaban.   
Yo también tuve una perra de niño. Se llamaba Linda, era un vulgar chucho que nació en la fábrica de gaseosas Konga donde trabajaba mi abuelo y recuerdo que si no compartía con ella mi pastelito Bony me sentía culpable. En justa compensación, la Linda vivía mis convalecencias invernales por culpa de la gripe o las anginas con pesadumbre, sin despegar su hocico de mi regazo, acomodados en el sofá del comedor mientras mirábamos en la tele junto a mi abuela los febriles descensos de los esquiadores que participaban en la copa del mundo, hasta que la enfermedad no remitiera. Me costó asumir su pérdida y, quizá por ello, nunca ya he mostrado interés por tener perro de nuevo. Es más, hasta cierto punto me molesta el comportamiento infantil y a veces ridículo de quienes sí tienen, sobre todo cuando les hablan como si fueran personas y les abroncan si se comportan como animales (lo que son), por no hablar del shock de verlos agacharse a recoger sus excrementos. Ahora dicen que los perros constituyen un estímulo multisensorial muy beneficioso en la tercera edad. De manera que esperaré a cumplir los 72 años para, como Freud, “volver a sentir un gran respeto ante esas almas animales”.  

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