Foto: R. Berrocal |
«Cómo no se te ha ocurrido calcular que llegabas a Salt Lake City precisamente el día de tu cumpleaños», me dije tras pisar la capital del estado de Utah. Patético. Y encima lo celebré yendo a ver... ¡la iglesia de los mormones! De hecho, no había nada mejor que hacer en aquella ciudad. Para postres, encontré sucio el youth hostel y decidí renunciar a la reserva en favor de un backpacker todavía más mierdoso. Lo atendía un tipo apuesto y simpático que se hacía acompañar por un cincuentón al que le faltaba un brazo y un barbudo que se declaraba ex combatiente del Vietnam. Había, asimismo, un gordo que se pintaba las uñas con esmalte y una china rubia con mal aspecto que dedicaba todas sus atenciones a un rubio con mechas y trazas de matón. Fuera, en un barrio de casas desvencijadas, una sobresalía más que el resto por su grado de deterioro y estaba habitada por un joven sin piernas al que vi al menos un par de veces desde la ventana de mi habitación dirigiéndose hasta su viejo todoterreno sobre una tabla con cojinetes. Me hizo recordar La parada de los monstruos, la película de Tod Browning, el director del mejor Drácula de la historia. Antes de ser víctima de una noche toledana a causa del escándalo que armó aquella caterva de freaks, me permití una buena cena en el Lamb’s Restaurant, el más antiguo de Salt Lake City, y a la mañana siguiente puse pies en polvorosa en dirección al Gran Cañón del Colorado.
Para llegar a él me vi obligado a coger un shuttle bus, pues el acceso estaba restringido a los vehículos particulares. Agarrado al asa mientras contemplaba las sobrecogedoras gargantas del cañón, tuve que escuchar cómo una vieja patriota, arrebatada por toda aquella belleza natural, afirmaba con rotundidad que jamás cambiaría su país por ningún otro del mundo. Deduje que a eso es a lo que se refieren quienes afirman que viajar es una cura contra los nacionalismos. Sea como fuere tenía cierto empacho de género humano (me sucede a veces), de manera que, a fin de volver a congraciarme con él (siempre acabo claudicando), en los siguientes tres días, en los que había decidido bajar al cañón, me aislé de la civilización conectándome al walkman y regalándoles a mis oídos las notas de la Suite del Gran Cañón, del compositor estadounidense Ferde Grofé, a quien solía escuchar en casa de pequeño.
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Nota: Hoy, al haber cambio de portada y en deferencia a mis lectores de fuera de Cataluña, repito idioma. En compensación, los próximos dos posts los escribiré en catalán
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