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Foto: Imágenes Google |
Los barberos son como los taxistas. Constituyen por sí solos un mundo entero. Pese a sus muchos pelajes (nunca mejor dicho), desde el momento en que abren hasta el que bajan la persiana de su establecimiento, contraen una obligación con su clientela: no dejarla indiferente. Un barbero sin desparpajo es como un buzo sin escafandra; está perdido para el negocio. No en vano cuando uno pone la cabeza en sus manos también le está haciendo entrega de oídos y ojos. Más que por lo que cortan, los barberos se nos ganan por lo que dicen y por cómo se proyecta su imagen frente al espejo.
Reconozco, sin embargo, que no empecé con demasiado buen pie mi relación con ellos. El primer barbero que tuve era en realidad el de mi padre, un paisano suyo apellidado Pantoja cuya lujosa peluquería, en la que incluso te lavaban el pelo, me permitió conocer el significado de las palabras injusticia y abuso de poder. Era vejatorio para un chaval de once años –y no digamos para su hermano de nueve– aceptar sin derecho a réplica cómo, habiendo guardado su turno religiosamente, de repente aparecían amigotes del barbero de debajo de los mechones de pelo cortados o, mejor dicho, del bar de al lado de la barbería, y se empezaban a colar por la patilla porque, supuestamente, llevaban más tiempo que uno esperando. Me costó convencer a mi madre de que, por muy bien que cortara el pelo, aquel barbero era un auténtico cretino y que no estaba dispuesto a poner más los pies en su peluquería. La espera intranquila de un sábado en el que mi hermano y yo salimos de casa de camino al Pantoja a las once de la mañana y no regresamos hasta las tres y media de la tarde la acabó convenciendo. Aquel período de negrura, afortunadamente, dio paso a una Edad de Oro en mi particular universo de barberos. Se inauguró con los hermanos Martínez, una saga de peluqueros andaluces que ríetete tú de la de los payasos de la tele, quienes, enfundados en sus acogedoras batas azul cielo y aun siendo unos maestros del trasquilón, eran como mínimo personas. Continuó con el barbero del Polígono Canyelles y esa insalubre barbería-zulo que abría y cerraba a su arbitrio, sin respetar horarios, según tuviera que ir a regar o no el huerto que tenía en la montaña. Y culminó en la calle Joaquín Costa con un peluquero sevillano o barbero de Sevilla cuyo nombre no era Fígaro sino Paco, pese a ser infinitamente más alcahuete que el de la ópera de Rossini. Mientras se pavoneaba de sus dos quistes en los omóplatos, prueba irrefutable de sus muchos años manipulando unas tijeras, te iba revelando la gradación militar de la comunidad de filipinos que tenía por fiel clientela al tiempo que te deleitaba con una de sus jugosas aventuras amorosas. Sin duda, un mester de juglaría en toda regla.
Desde que Paco se jubiló hace ahora cinco años, acudo obligado por mi mujer a un salón de belleza unisex regentado por guapas peluqueras que sólo mueven la boca para cambiarse el chicle de carrillo mientras te cortan el pelo al son de una estridente música cool. «También es cierto que te ponen las tetas en el cogote –según explica un vecino–, quién sabe si el verdadero motivo por el que te cobran el doble».
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