15 de maig 2011

OCHO MILLONES DE MANERAS DE MORIR

Foto: Imágenes Google

Como título de novela negra, hay que reconocer que el neoyorquino Lawrence Block estuvo francamente inspirado. Aunque luego las andanzas de Matt Scuder no cumplieran ni mucho menos con las expectativas. En cuanto a la secuela cinematográfica, dirigida por Hal Ashby en 1986 y protagonizada entre otros por Jeff Bridges, Rosanna Arquette y Andy García, también pasó sin pena ni gloria. Quitemos, pues, toda la grasa, y quedémonos con lo verdaderamente sustancioso: el título. Ocho millones de maneras de morir...
Regresábamos el pasado lunes de dejar a los niños en el colegio cuando mi vecino Emilio exclamó preguntándome (o me preguntó exclamando):
– ¡Así que hoy has tenido un deslizante!
–  Perdona, Emilio, pero no sé a qué te refieres.
– ¿No te acuerdas que en La Vanguardia a los festivos fuera del fin de semana se les llama así?
«Pues no», pensé. Tan sólo conocía el término chupetín para referirse al día festivo a secas, y el de pesebre para las inauguraciones o presentaciones que no debe perderse todo periodista que desee ver gratificado su acto de servicio con una comilona o similar.
– Por cierto que, ahora que lo digo, para deslizante bueno, o, mejor dicho, pesebre, el de una compañera. Se va quince días a Tahití con todos los gastos pagados. Y, claro está, me ha hecho recordar mi gran proyecto vital unos años antes de tener al crío. ¿Te he contado alguna vez que llegué a decidir que mi existencia culminaría en aquella isla del Pacífico? Para ello vendería todas mis pertenencias y con lo que sacara acabaría mis días emulando a Gauguin. Con una salvedad: en vez de copiar del natural, lo haría a partir de sus cuadros. Cuando los hubiera tenido todos pintados, ya podría morirme.
La confesión de Emilio no me dejó ni mucho menos indiferente. Como ya sabéis, me paso el día leyendo semblanzas biográficas de personas que acaban de morir. Eso y que, aunque como quien no quiere la cosa, a medida que uno va haciéndose mayor le da por pensar más de la cuenta en que se va acercando inexorablemente al precipicio, me ha llevado a intentar esbozar un proyecto para mis últimos días. Reconozco, sin embargo, que aún no he conseguido concretar nada. De momento, floto en un magma abstracto y cargado de lirismo. Tan sólo me ha venido a la memoria aquel pensamiento del sabio Alejandro Jodorowsky: «La finalidad de mi vida es disolverme en el océano como una gota feliz». Así que me pongo estupendísimo y me digo: «la de la mía es convertirme en la huella del jaguar en el húmedo sotobosque amazónico».

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