1 de maig 2011

EXPERIENCIAS MALGACHES



Foto: Ramón Pla
Amanece en Tananaribe. La rutina no difiere de la de las capitales de otros países: gente buscándose la vida como buenamente puede. Sin embargo, aquella mañana invernal me deslumbraron las artimañas de los captadores de clientes de los taxi-brousse. Llegué a ser abordado por media docena, y todos me aseguraron que el suyo sería el primer vehículo en partir hacia el destino. Como ya había aprendido de días anteriores que ningún taxi-brousse inicia la marcha hasta que no se ocupan las nueve plazas de que dispone, me decanté por el que estaba más lleno. Así saldría antes. ¡Craso error! A fin de condicionar la decisión del futuro cliente, los captadores más avezados colocan pasajeros-cebo o de reclamo que van dejando libres sus asientos conforme llegan los de verdad. Para el turista blanco la jugada resulta casi igual de imperceptible que para la leona una cebra entre las infinitas rayas de la manada. Sólo el reconcomio ante la exasperante espera logrará desenmascarar la farsa.
A Mananara, al este de Madagascar, no fui en taxi-brousse sino en avión. De allí hasta la isla de los aye-aye, donde culminaría mi viaje con el avistamiento de uno de los animales más fascinantes del mundo, la metáfora de Caronte y la laguna Estigia adquiere una espeluznante corporeidad, no en vano durante eternos minutos un barquero cruza en piragua al visitante por un río tenebroso mientras el último rayo de luz se pierde en lontananza. Lo que fuera por ver cómo el maravilloso lémur, demudado en un E.T. que señala su casa, agujerea un coco con su quimérico dedo retráctil.
La culminación del sueño –y el inventario de una especie más de esa singular fauna malgache que Gerald Durrell recoge en Rescate en Madagascar– dio paso a la realidad más prosaica. Ante la imposibilidad de coger un avión de regreso, me vi de nuevo en otro taxi-brousse, descendiendo por la N-5 de Tamatave. Una mujer con su pequeña hija me privó del asiento de copiloto por el que había pagado un extra. Así que en la trasera del Toyota Land-Cruiser tuve que repartirme el espacio con un chavalín, dos viejos decrépitos, una chica con dos bolsas colosales, un matrimonio, un misionero y el ayudante del conductor, además de con un enorme bidón de vete tú a saber qué, un montón de sacos y cajas de cerveza, un neumático de repuesto en medio y varios coup-coups afilados y relampagueantes en un flanco. En todo el día no paramos de saltar como pulgas, pues la pista parecía haber sido pergeñada por una mente diabólica y no por un ingeniero licenciado con absoluta seguridad en Europa. Para postres, después de haber ido franqueando varios brazos de río, en el tramo final perdimos el último transbordador, por lo que no nos quedó otra más que pernoctar en una humilde morada junto al embarcadero. Nos sirvieron un arroz con algo de pollo y una salsa que me supo a gloria. Fui a por el saco de dormir para compartir el pequeño comedor con mis compañeros de fatigas, pero enseguida me di cuenta de que conmigo no cabíamos. Sin pensármelo dos veces, agarré el reflector y me puse a montar la tienda de campaña sobre un claro de hierba. Al momento me vi rodeado por un público expectante que en su vida había visto una carpa igual y que llevó al misionero a preguntarme incluso dónde estaba la puerta. Ni que decir tiene que aquella fue mi mejor noche en la isla africana.



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Agradezco a Ramón Pla, sin ninguna duda el mejor fotógrafo de personas que yo conozco, la foto de este mes de abril. Ha sido la primera, pero no será la última.

1 comentari:

  1. Gràcies per portar-me a Madagascar!!!!
    I pels cinc minuts d'evasió de la quotidianeitat que m'acabes de regalar

    Rosa

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