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Foto: EFE |
Cuando el extravagante Damien Hirst irrumpió en escena con brío desatado, una calavera de diamantes y un zoológico de animales encerrados en cubos llenos de formol, mi admirado Mario Vargas Llosa no pudo definir mejor la situación: «El arte moderno es un gran carnaval en el que todo anda revuelto, el talento y la pillería, lo genuino y lo falso, los creadores y los payasos. Y –esto es lo más grave– no hay manera de discriminar, de separar la escoria vil del puro metal».
Hace pocos días apareció la noticia del artista italiano que había decidido vender a su madre junto al resto de sus creaciones en una galería de Génova. Negó, sin embargo, que con su iniciativa pretendiera denunciar nada; tan sólo se proponía llevar a la práctica una idea muy extendida dentro del mundo del arte: la de ser capaz de vender cualquier cosa con tal de alcanzar el éxito y la fama. Qué queréis que os diga. Pintar como querer. Encontré muchísimo más original el cuento del humorista inglés de origen birmano H. H. Munro, alias Saki, al que en el transcurso de la Primera Guerra Mundial se lo llevó por delante una bala que le atravesó el cráneo. Dicho cuento, titulado El marco, narra cómo el viajante de comercio Henri Deplis, tras hacerse tatuar la espalda con una bonita representación de la caída de Ícaro, quedó en deuda con la viuda del maestro tatuador, muerto por sorpresa inmediatamente después de finalizar su creación. Al no poderle pagar lo acordado con su marido, aquélla decidió donar la obra a un museo. De manera que el pobre viajante dejó de tener control sobre sí mismo hasta que alguien vertió en su espalda un líquido corrosivo y arruinó la obra de arte.
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