30 de juny 2011

CRÓNICA ANDALUZA (II)

Foto: Fernando Ruso (El Mundo)

(...Viene de hace dos días)
Ocho tipos que parecían haberse concedido una tregua de su arduo trabajo en un olivar –más que del despacho en el que atienden a familiares de recién difuntos con el propósito de sangrarles– integraban el auditorio al que tenía que dirigirme. El más anciano, con una sinceridad demoledora, sorprendentemente me ha tranquilizado: «Yo no zé pa que he venío zi, total, pazao mañana me jubilo». Le hemos reído la gracia y, de repente, sin venir a cuento, un compañero mucho más joven y con ganas de juerga le ha arrancado el bolígrafo que llevaba prendido de la camisa. «Trae pacá er boli, pixa, que ez de plata maciza y a ver zi de tanto manosssearlo me le vaz a quitar unos poquillosss de gramosss». Relajado por el clima de camaradería y el gracejo de aquel hombre ingenioso, no me ha temblado la voz cuando me han dado la palabra. He hilvanado con seguridad el discurso que traía preparado, del que, sobre la marcha –y creo que acertadamente–, he hecho desaparecer la única broma que me había permitido («si este producto de las crónicas de un adiós ha tenido tanto éxito en Cataluña es porque ha encontrado su nicho de mercado [¡valga la redundancia!]... »). Todo ha salido a pedir de boca. El gerente, tras guiñarme el ojo, se ha despedido diciéndome: «Ahora déjamelos a mí, que les voy a acabar de apretar las clavijas. Mañana, en Cádiz, nos volvemos a ver». Antes de salir, a través de la puerta entreabierta de uno de los velatorios, he reparado en una mujer de mediana edad que se rascaba la espinilla y me ha hecho recordar la pierna sin depilar de la protagonista de La soledad era esto, de Juan José Millás
Eran las once y media de la mañana, el lorenzo apretaba de lo lindo y yo, con americana, el ordenador en bandolera y arrastrando el trolley, no tenía mucho margen de maniobra. Quería caminar por Sevilla pero estaba lejos del centro y sólo disponía de un par de horas hasta la salida de mi tren. He optado entonces por coger otro taxi y, antes de bajarme enfrente de la estación de ferrocarriles de Santa Justa, me han llamado la atención en numerosos balcones las pancartas alusivas a la terrible plaga de palomas que, al parecer, asuela la ciudad.
Estaba hambriento y sediento. Pero no he tenido que dar más de un paso para que, de debajo de un adoquín, apareciera el primer bar: La Bodeguita de Santa Justa. Me he sentado en la terraza a cobijo del calor por un plátano enorme y, tras descartar muy a mi pesar el flamenquín de marisco y la carrilla ibérica al oloroso, he pedido media ración de croquetas de la abuela y otro tanto de albóndigas rellenas de choco y langostinos. Mientras esperaba los manjares, un largo sorbo a mi cañita –la primera del verano– me ha confirmado una vez más cuánta razón tiene en venerarlo el epicúreo escritor francés Philippe Delerm, el de El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida. Y así, feliz como una perdiz en la avenida Kansas City –¡estos sureños son unos cachondos!–, he consumido mis últimos instantes en Sevilla. 

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