1 de jul. 2011

DOMINGOS DE CANÓDROMO

"El canódromo" (Pere Llobera)

De niño, el domingo perfecto lo hallaba en cuatro sitios: en las atracciones del Tibidabo, en los partidos de fútbol del campo de La Guineueta, en el zoológico y en el canódromo. Supongo que por lo remisos que se mostraban mis padres cuando les pedía ir a este último, se arrepintieron de su ocurrencia ya desde la primera vez que me llevaron. No se lo reprocho; el ambiente era de lo más sórdido. Aun así, cuando convencía a mi padre para regresar, lo disfrutaba con verdadera pasión. En cuanto entrábamos en el canódromo de La Meridiana, recibíamos aquel puñetazo de desinfectante en el olfato –creo que era salfumán– que provenía de las perreras. Sé que a otros los tumbaba de espaldas, pero a mí me resultaba sumamente placentero. Después, nada de acomodarse en la grada. El ritual imprescindible consistía en dirigirse al aparte circular en el que los cuidadores, al tiempo que se fumaban un pitillo, iban paseando a los seis lebreles participantes en cada carrera, nunca supe con qué fin, si para relajarlos, para hacerles entrar en calor o para que los apostantes avezados comprobaran que no sufrían ninguna mengua. El caso es que aquella extraña raza canina que a nadie entonces se le habría ocurrido tener como mascota ejercía sobre mí tal magnetismo que me hubiera podido quedar allí embobado horas y horas. La flexibilidad de los tendones de sus patas y los costillares exentos de grasa no ofrecían dudas: aquellos perros habían sido concebidos para correr. Sin embargo, los bozales de reja de hierro les conferían un aspecto de fieras temibles que, en mi caso, se concretaba en una trágica historia real, como era la que tantas veces le había oído contar a mi madre de su infancia en el barrio de Les Corts, esto es, la muerte a dentelladas de su perro por cuatro galgos que se le escaparon a un mozo.
Siempre que íbamos al canódromo apostábamos al menos en una carrera. Queríamos participar de aquel entorno enrarecido pero enormemente acogedor que había logrado crear a pulso, día a día, la caterva de perdularios, ganapanes y jubilados que pululaba por allí. Qué gozada verlos mirar con avidez y ojos embotados por el exceso de alcohol sus pequeños boletos en sus amarillentas garras nicotínicas. (Como refleja Pere Llobera en su cuadro, aquellos hombres eran esclavos de una adicción, pero ¡qué caray, Pere!, hay vicios mucho peores.) Y qué decir del sublime momento en el que se abrían las compuertas de hierro y, afanándose por encontrar la inmediata verticalidad, los galgos salían escopetados en pos de una liebre mecánica inalcanzable que, por si las moscas, al llegar a meta cubría con un cubo de basura un operario.
Desafortunadamente, en mi ciudad nunca ha habido un hipódromo como Dios manda. De haber existido, estoy convencido de que me habría entusiasmado y, ya de adulto, mis vacaciones se hubieran visto condicionadas por las carreras de caballos que tienen lugar a lo largo y ancho del planeta. Y quién sabe si no habría llegado a coincidir y todo con mi admirado Fernando Savater. Claro que a falta de pan, buenas son tortas. 

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