24 de juny 2011

VIAJE EN AUTOCAR

Foto: Imágenes Google

Me siento avergonzado de mi comportamiento durante la verbena de San Juan que pasamos con los amigos en el cottage de Pascual y Loli en el balneario de Vallfogona de Riucorb. Una botella de cava Torelló –algo desbravado–, compartida a media tarde con Fany, me desarmó de tal manera que a las once de la noche, en el séptimo cielo, ya dormía como un rorro. No oí ni petardo ni probé pedazo de coca ninguno. Para cuando me he despertado, once horas después, ya no había posibilidad de resarcir a los anfitriones. El feo estaba hecho. Incapaz de desprenderme de la culpa en todo el día, a las siete de la tarde y cabizbajo, me he subido en Tàrrega a un Alsina Graells de regreso a Barcelona. Iba solo. Gajes del oficio. Mañana trabajo. Hundido como estaba, de repente me ha venido a la cabeza el libro Viaje en autobús que Josep Pla escribió en castellano en 1942 y que perdí en el puestecillo de Véronique del pasaje de Les Cabres cuando ya era mío porque una mano más rápida que la mía se me adelantó. Una vez más la literatura me ha salvado. Sin saber cómo, he recuperado el ánimo y me he propuesto sacar de lo perdido lo que pudiera. Así que, desde mi privilegiada ubicación en la primera fila de asientos, he ido tomando notas de cuanto veía. De entrada, he reseñado la sensación de seguridad que me han trasladado los fuertes brazos y las enormes manos del conductor al volante. Pero quien de verdad daba juego era la señora del otro lado del pasillo, justo a mi izquierda, explicándole con pelos y señales todo el trayecto a alguien por el móvil. «Acabem de sortir de Tàrrega, i no, no m’he pres cap pastilla, però només he menjat un puré i fruita... ». Inacabables campos de olivos y trigales ya segados; kilómetros y kilómetros de paisaje moldeado por el hombre. En la Curullada, una gasolinera y el único puticlub de todo el camino. Después, Cervera, donde hemos entrado para recoger pasajeros. «Ara arribem a una rotonda sense guarnir, tota deixadota... ». Una familia de negros nos ha saludado desde un banco. Alguien ha explotado en los asientos traseros. «Calli ja, dona, que això és un martiri!». Afortunadamente, allí se ha apeado la cotorra. El autocar ha reanudado la marcha, renqueante –el conductor no se aclaraba con la maquinita expendedora de billetes–. Hemos dejado atrás Sant Pere dels Arquells, Hostalets, Sant Antolí y Rubinat. A esa altura una lejana noche de invierno un jabalí muerto en la carretera me destrozó el parachoques del coche. Más adelante, los 665 metros sobre el nivel del mar de La Panadella y el cruce de caminos de Montmaneu en dirección a La Llacuna, Santa Coloma de Queralt y Sant Guim de Freixenet, donde viven los abuelos del novio de Shakira. En lontananza, una hilera de molinos de viento. Y al fijar la vista en la carretera, un pensamiento triste: «¿Se puede ser menos que las malas hierbas que crecen en la medianera?». Antes de llegar a Igualada, los 98 muertos y 420 heridos graves en lo que llevamos de año estampados en la cara, con textura de pastel de merengue, por obra y gracia de un aguafiestas cartel luminoso. Y, por fin, Montserrat, iluminada por un haz refulgente que se ha abierto paso a través del cielo encapotado, como una epifanía. En cualquier caso, por sí sola, la luz de esa hora del atardecer se basta para saturar todos los colores. No veo el rojo y blanco del Alsina Graells, pero me siento igual de complacido que si estuviera en el Ford Gran Torino de Starsky y Hutch. ¿Nos envidiará acaso el resto de conductores? Ahora, a su paso por Pallejá, hasta las aguas del Llobregat y los míseros huertos de posguerra que lo custodian resplandecen. Sin embargo, la magia se evapora en cuanto el conductor pone la radio. «La retirada del retrato del Rey del Ayuntamiento de San Sebastián por decisión del alcalde de Bildu... ». ¡Cagada la hemos!

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