4 de jul. 2011

CRÓNICA ANDALUZA (Y IV)

Foto: Imágenes Google

(...Viene de hace dos días)
¿Cómo se le pudo olvidar a Philippe Delerm incluir entre sus pequeños placeres el de despertarse anegado en sudor en un hotel a medianoche, abrir el minibar y beberse un botellín entero de agua en menos que canta un gallo? Inconcebible. Estaba claro que la media botella de Barbadillo con la que decidí acompañar el salpicón de marisco, el atún a la berbeteña y el cazón en adobo de la cena había resultado insuficiente para hidratar mi organismo. De hecho, no lo había conseguido ni el vino ni la generosa tajada de melón del postre. Me he vuelto a dormir, no sin antes dejar abierto el gran ventanal de la habitación –prescindí del aire acondicionado por temor a congelarme–.
El despertador de mis hijos ha sonado demasiado pronto. Me he duchado y afeitado, me he disfrazado nuevamente de ejecutivo informal –o sea, sin corbata–, les he echado un vistazo a mis apuntes y he salido a la calle con una idea clara: desayunarme unos churros con chocolate en una terraza frente al imponente edificio del ayuntamiento, remedo del mayor esplendor histórico y artístico de la ciudad. Y así ha sido.
Para llegar al tanatorio de la Virgen del Rosario, situado en un solitario polígono, hay que atravesar toda la parte nueva. He vuelto a coger otro taxi y... ¡sorpresa! Lo conducían los ojos del mismísimo Paul Newman. Me he pasado todo el trayecto maravillado observándolos por el espejo retrovisor. Hemos empezado con casi una hora de retraso sobre el horario previsto y, al principio, me he sentido un poco decepcionado por el escaso poder de convocatoria del gerente de Andalucía. Conmigo, éramos cinco. Enseguida he lamentado haberme precipitado porque, a decir verdad, la fe del auditorio en el producto era inquebrantable. No se han conformado únicamente con que les explicara cómo introducir los datos del pedido en el programa sino que me han solicitado argumentos de venta. «¡De mil amores!», me he dicho. He improvisado igual que en mis mejores tiempos; estaba como pez en el agua. Cuando ya acababa, uno de los asesores se ha excusado porque debía atender a una familia. Ha regresado al cabo de veinte minutos con la primera venta de la crónica de un adiós en territorio andaluz. Me ha mostrado su agradecimiento con un exagerado «¡todo te lo debo a ti, Ricardo!» con el que –no lo niego– me he engordado unos kilos. Para celebrar el éxito, hemos acordado reunirnos en la tacita de plata a la hora de comer. No disponía de mucho tiempo si quería visitar la torre Tavira, el único objetivo turístico marcado de antemano en este viaje. Así que he puesto pies en polvorosa y un nuevo taxista se ha encargado de recordarme que Cádiz está un poco patas arriba porque el año próximo se conmemora el bicentenario de la Pepa, esto es, de la promulgación de la constitución de 1812 por las Cortes Generales españolas. Me he apeado en la puerta de la anhelada torre y, con visible relajo, he atendido entre turistas extranjeros las explicaciones de la simpática guía en la cámara oscura, un ingenio consistente en un juego de lentes y espejos desde el que se proyectan imágenes vivas y en movimiento de lo que ocurre en Cádiz en ese mismo momento en cualquiera de sus recovecos. Aunque me lo he pasado en grande, a mí lo que verdaderamente me ha enamorado ha sido la inigualable panorámica que ofrece la azotea, una de las atalayas de la ciudad. Desde allí he advertido que el mercado de abastos quedaba a unos pasos y, por supuesto, tampoco me lo he perdido. Luego, el tapeo entre chanzas y el exceso de cervezas han hecho más llevadero el palizón de tren y avión que aún me quedaba por delante.

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