26 de jul. 2011

CRÓNICA DE LOS MADRILES (I)

Foto: Imágenes Google

Cuatro días después de la vuelta de Logroño, sin previo aviso y por motivos que no vienen al caso, me cae en suerte una nueva comisión de servicios: Guadalajara y Madrid. Dos destinos al precio de uno. El remate final antes de las vacaciones, con madrugón incluido. De hecho, cuando cojo el Ave, es todavía noche cerrada. Me toca asiento de ventana, en un extremo del vagón, de espaldas a la dirección del tren y compartiendo mesa con un cincuentón encorbatado y obeso, maletón de visitador médico en mano, que parece llegado de un after y cargadito de gin-tonics. Desde el momento en que el convoy coge el impulso necesario para volar sobre los raíles, el tipo se deja mecer por el leve traqueteo y cae en un sopor indecoroso. Nada que ver con el de otro pasajero sofisticado que, quién sabe si por prolongar el sueño o por alejar las miradas ajenas, cubre su rostro con un antifaz. Veo amanecer en Tarragona; un cielo anaranjado y con imán se cuela por los generosos ventanales, pero la desafinada serenata de ronquidos de mi compañero de asiento acaba por romper el hechizo. Lleida, Zaragoza y, en menos de tres horas, Guadalajara...
Nos apeamos cuatro gatos en una faraónica y solitaria estación por la que alguien tendrá que rendir cuentas algún día (¿verdad, Esperanza Aguirre?). Aunque un sexto sentido me empuja a apresurarme, yo sólo obedezco a mi olfato. Cedo a un persistente olor a cereal húmedo, cierro los ojos y en un instante aparece María Ostiz y «Un pueblo es, un pueblo es, un pueblo es... abrir una ventana en la mañana y respirar». Ahora, lo suficientemente rezagado como para tener una magnífica perspectiva del enorme aparcamiento de la estación, observo cómo tres pasajeros suben a los coches particulares de sus respectivas familias, mientras que otros dos –uno, el cincuentón encorbatado– lo hacen en los dos únicos taxis que aguardan. Cuando me quiero dar cuenta, me he quedado compuesto y sin novia, o lo que es lo mismo, más solo que la una y sin taxi. Podría empezar a inquietarme pero se ha apoderado de mí tal júbilo olfativo que, de repente, en mi lista de prioridades las obligaciones laborales han quedado relegadas a un segundo plano. A decir verdad, dispongo de una hora larga de margen y por esta vez la suerte me acompaña: no tardo ni dos segundos en divisar una enorme placa metálica con el número de teléfono del servicio de taxis. Además, aunque por regla general suelo vivir sin el móvil, ese día he tenido la precaución de cogerlo. Así que cinco minutos después de la llamada ya estoy yendo de camino a Guadalajara en un taxi. Ni siquiera hará falta que entre en la ciudad. El tanatorio está a las afueras, justo delante de un imponente hospital para el que sospecho que el edificio funerario debe de ser una auténtica rémora, pues se quiera o no por narices ha de levantar todas las suspicacias del mundo. Decido irme a almorzar.
(Continuará... )

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