22 de jul. 2011

EPICÚREA CRÓNICA RIOJANA

Foto: Ricard Berrocal con cámara prestada

Esta vez la comisión de servicios para formar a los asesores y gerentes en los tanatorios de Mémora en Logroño y sus alrededores tenía nombre propio: el mío. Días antes ya les había expresado a los compañeros mis deseos de acudir a la capital riojana. Cuento con varios amigos en esta ciudad, de manera que no me costó nada llegar a un acuerdo satisfactorio en el que, a cambio de verlos, mi empresa se ahorraría mi alojamiento. Así que, después de cuatro horas de viaje en tren –a partir de Zaragoza el Alvia se convierte en un borreguero en el que cada dos por tres se detiene a pastar–, llegué a Logroño a media tarde. En la misma estación aguardaban Javi y Minerva (y Danielete) para darme una calurosa bienvenida. No pasó ni media hora –el tiempo que tardamos en encontrar una terracita acogedora en el casco antiguo– que ya estábamos remojando el encuentro con un inconfundible crianza riojano mientras calentábamos estómagos para la visita de rigor a la calle Laurel. Durante la noche, la pequeña decepción que supuso descubrir con la persiana bajada el bar del champiñón –es tal su éxito que cuando les place se toman vacaciones–, fue contrarrestada por el lechón de crujiente costra, el solomillo en su justo punto, las zamburiñas y alguna que otra tapa más cuyo recuerdo tengo borroso por culpa de los cuatro o cinco crianzas que las acompañaron.
Dormí como un bendito y, tras otra exitosa charla de trabajo en la que tanto el gerente de esta zona como yo enseguida olisqueamos con respeto y admiración las aptitudes del otro para la venta, continué con mi epicúrea visita. Se nos unió Elena, a quien veo de uvas a peras pero cuyo hospitalario talante consigue que nuestras prolongadas separaciones parezcan cosa de cinco minutos, pues con ella uno siempre tiene la sensación de retomar la charla que dejó a medias para ir al baño. Y, claro está, volví a entregarme a los placeres de otra buena mesa y a una conversación agradable y relajada mientras Javi repartía con su proverbial elegancia la ensalada de carpaccio y servía la justa proporción de Fernández de Pierola para prolongar la adicción. Era la antesala a una de esas inigualables carrilleras riojanas con las que a uno se le saltan las lágrimas por empezar a añorarlas incluso cuando todavía las está comiendo. 

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