12 de jul. 2011

HIJOS

Foto: Imágenes Google

Tras veinte días sin verlos, mis hijos Clàudia y Hèctor han vuelto por fin al redil. La coincidencia de una pequeña parte de sus veraniegas vacaciones escolares en la casa que mis suegros tienen fuera de Barcelona y de dos fines de semana seguidos en que a mí me ha tocado trabajar ha originado la separación más prolongada desde que nacieron. Todos teníamos muchas ganas de reencontrarnos y si Clàudia se ha pasado cuarenta y ocho horas seguidas sin despegarse de su madre, Hèctor no le ha ido a la zaga y ha hecho lo propio conmigo. Sin embargo, en el momento de escribir estas líneas, ambos –de colonias– vuelven a estar nuevamente lejos de sus padres. Su ir y venir de repente me ha recordado los timoratos ensayos de los aguiluchos en el nido antes de decidirse a emprender el vuelo de su independencia. Lo cierto es que, sea cual fuere la condición animal que lo defina, yo siempre he pensado que un hijo es como un cometa: por mucho que en un momento dado se acerque a la trayectoria de uno –y aun en el caso de que llegue a rozarla–, su naturaleza binaria, individual y social, lo acabará condenando a alejarse irremisiblemente hasta llegar a perderse en lo más recóndito del universo. Tuve conciencia de ello el día en que llevé por primera vez a Clàudia a la guardería, un trance que nada tiene de vulgar y sí mucho de simbólico, pues en ese rito iniciático a la vez que prematuro participan a partes iguales hijos y padres y, sin duda, es aquí donde han de empezar a sentarse las bases para la posterior defección de ambos.
Decir que si pudiera retroceder en el tiempo no tendría hijos es, aparte de inconveniente, llevar las cosas al extremo, pero si he de sincerarme debo reconocer que respaldo más veces este pensamiento que aquel otro que niega cualquier sentido a una vida sin descendencia. Para empezar, veo mayor egoísmo en tener hijos que en no hacerlo. ¿O acaso no es egoísta el deseo de perpetuar la propia saga, cuando no el de maternidad o el de hacerse acompañar en la vejez por jóvenes generaciones con la propia sangre de uno? Asimismo, ¿no es egoísta que por culpa de dichos afanes podamos llegar a amargarles la existencia a nuestros hijos –como, por otra parte, ha ocurrido tantas veces– al someterlos a un sinfín de pruebas no siempre fáciles de afrontar? No sé. Yo soy de los que piensa que, lejos de contraer obligaciones con los padres, los hijos están en su derecho de odiarlos y, como diría Peter Ustinov, convertirlos en huesos con los que afilar sus dientes desde el momento en que advierten el engaño y entienden el porqué de su presencia en este mundo.

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