24 de jul. 2011

MACHU PICCHU: UN SUEÑO INVEROSÍMIL

Foto: Imágenes Google

Llegué al Machu Picchu el 31 de julio de 1998, junto a Gemma, Gabi y Ana. Fue al día siguiente de sumarnos al Camino del Inca tras habernos apeado del tren de Cuzco en el kilómetro 104 –por falta de tiempo, descartamos hacerlo en el 82 y el 88–. Me veo ajustándome la mochila y los cordones de las botas y caminando ausente, enfermo, con el estómago revuelto por la ingesta de grandes dosis de mate de coca durante los días anteriores para combatir un soroche (mal de altura) que, al contrario que mis otros tres acompañantes, jamás llegué a tener. El sol aprieta y atravesamos un valle angosto entre dos tremendas montañas muy tupidas. Aparecen unas ruinas que constituyen el punto de partida de una ascensión que, en mi estado, se me antoja harto complicada. Hago de tripas corazón y, al cabo de un rato, frente a unas cascadas de enorme belleza, me detengo a refrescarme. Todavía me esperan dos horas más de penosa subida y pesadilla arqueológica antes de superar una tan admirable como extenuante construcción en forma de terraza que sirve para canalizar el agua y que se amolda como un guante a la gran pendiente. Cientos de escalones en varios tramos rompepiernas me dejan completamente baldado. Pero puedo contarlo. Lo he conseguido; estoy a mitad del sueño en un campamento-base en el que no cabe un alfiler. Mientras mis amigos montan la tienda de campaña, bebo, bebo y bebo. Luego, más repuesto, me resulta imposible sustraerme a la magia del entorno y me ensimismo en unos ejercicios espirituales a la luz de la luna. Duermo mal. Cuando, a las cuatro y media de la madrugada, nos ponemos en marcha, aún es noche cerrada. Las fuerzas no me acompañan y me voy rezagando de mis amigos –el sacrificio de Gemma haciendo la goma me permitirá no perderlos de vista. Decido tomarme un batido de chocolate y, ¡cosas que pasan!, sólo después de vomitarlo mis piernas volverán a ser las de siempre. Ya diviso la esperada Puerta del Sol, las últimas ruinas del Camino del Inca antes de llegar al Machu Picchu. Hago un último esfuerzo por un corredor que me conduce hasta arriba. Y obtengo la preciada recompensa. Tengo ante mí la imagen tantas veces admirada en papel cuché del impresionante complejo arquitectónico del Machu Picchu. Ahora la contemplo en silencio, con fervor religioso, rodeado por un tropel de turistas, mientras el despuntar del día la va haciendo más cercana. Aunque ya no vaya a ser capaz de mover un dedo durante el resto de la jornada, por un momento me siento irradiado por esa fuerza que confiere haber completado el círculo de los tres puntos energéticos incas: Chichén Itzá, en Méjico; las islas del Sol y de la Luna, en Bolivia; y el Machu Picchu, en Perú.
Hoy, 24 de julio de 2011, se cumple un siglo desde que Hiram Bingham, profesor ayudante de historia latinoamericana en la Universidad Yale, descubriera el santuario histórico de Machu Picchu. Pese a que ya estaba tras su pista, fue un aldeano buscavidas quien acabó hablándole de aquella maravilla construida por el hombre a la sombra del pico Machu Picchu y se prestó a acompañarlo a cambio de un sueldo diario correspondiente a tres jornadas de trabajo. Cuando, después de un agotador ascenso final con pies y manos por una exigente ladera escarpada sobre el río Urubamba, asomó de entre la densa maraña de maleza un laberinto de bancales y muros, o sea, una ciudad fantasma oculta al mundo exterior durante cerca de cuatrocientos años, Bingham, el corazón en un puño, se sintió invadido por una gran emoción. «Aquello me dejó sin aliento [...] –escribiría después–. Era como un sueño inverosímil». Luego, lo relevante, lo decisivo, fue mostrar y demostrar el valor de aquellas piedras, reforzado por su hermosísimo emplazamiento, desentrañar su significado, situar esa ciudad en la historia y darla a conocer al mundo entero.

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