7 d’ag. 2011

LA HERRERÍA DEL SEÑOR CIPRIANO

Foto: R. Berrocal

Cada mañana, mi hermano y yo nos despertábamos regalándonos los oídos con el afinado rechinar de las herraduras al ser golpeadas en el yunque. Por increíble que pueda parecer, ni uno solo de aquellos martillazos metálicos rompía la armónica sucesión de notas que nos abducía de camino al baño y que, una vez despabilados con el agua fría del lavamanos y los quiquiriquíes peinados, tarareábamos mentalmente durante el desayuno, entre churros gigantescos reblandecidos en el tazón de leche con Cola-Cao. Aquella melodía nos atraía como a los incautos viajeros de La Odisea el vigor de los cantos de sirena, hasta el punto de obligarnos a vestirnos a todo trapo y a abandonar la casa de mis abuelos casi a hurtadillas para acudir sin escapatoria posible al lugar de donde provenía. Lo cierto es que conforme nos íbamos acercando los sonidos se acentuaban tanto que podríamos haber seguido la ruta a ciegas. De hecho, tampoco había pérdida posible; no teníamos más que subir la travesía de Hernán Cortés y doblar la esquina para descubrir el origen de la eufónica cantinela: la herrería del señor Cipriano.
Estaba situada en un anexo de la plaza de toros del pueblo y, tras atravesar el umbral de la pequeña puerta de madera remachada, por la que todavía me hago cruces de que también cupieran las bestias de carga, mi hermano y yo sufríamos una regresión tan placentera como bizarra –no en vano ni teníamos pasado personal ni creo que hubiéramos adquirido aún los suficientes conocimientos como para tenerlo al menos histórico–. Sentados junto a Jose, el hijo del herrero, o sea, el señor Cipriano, en un poyo que bien pudiera ser de la época de los conquistadores, la dócil perra Mini a nuestros pies, enmudecíamos con la digna y paciente espera de los burros y las mulas por ser calzados. No tengo ninguna duda de que eran mucho más inteligentes que los caballos y bueyes que acudían en contadas ocasiones, cuyo herraje hacía sudar tinta al señor Cipriano, pues su testarudez y su fuerza obligaba a inmovilizarlos con cuerdas en una especie de yugo de madera casero. Lo cierto es que, pese a agotarnos también a nosotros al tratar de hacerles entender en silencio lo imprescindible de aquel martirio, era entonces cuando más disfrutábamos, por lo que, de haberlo intentado, nuestra familia habría tenido que avisar a algún cuerpo de seguridad de élite para conseguir sacarnos de allí durante la ardua tarea.
Aunque hace muchos años que la herrería fue cerrada –los mismos que el herrero descansando en paz–, hoy en día aún retengo el fuerte olor de los cascos de todos aquellos animales al ser pulidos con la gubia y el cepillo y me invade un agradable cosquilleo al recordar cómo el señor Cipriano, sujetando los relucientes clavos con los dientes, procedía a colocarles las nuevas herraduras. Si me lo propongo, llego incluso a intuir sonrisas equinas saliendo por la ya inexistente puertecilla de madera remachada como chavales con zapatos nuevos.

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¡Qué gozada haber escrito este post a escasos pasos de la nostalgia!

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