1 d’ag. 2011

LA REINA DE SABA PARA NO SALTAR POR LOS AIRES

Foto: Ramón Pla

Los ves ahí tan panchos, posando hace unos años para mi amigo Ramón encima de la hajjah –una sencilla otomana colectiva confeccionada con cáñamo y madera–, en algún café o fumadero de la capital del Yemen, Adén, o bien de Zinjibar, donde unos días atrás los bombardeos del ejército nacional borraron del mapa a treinta y dos presuntos partidarios de la sharia que formaban parte de la numerosa facción de insurgentes de Al Qaeda que desde la pasada primavera había tomado la ciudad y expulsado a sus habitantes, y no sabes si en su día lograron escapar a la irracionalidad religiosa o simplemente se unieron a ella, si fueron ajusticiados entonces tras una heroica oposición o se han convertido ahora en víctimas colaterales de una guerra que no iba con ellos, si existe alguna posibilidad de que sigan vivitos y fumando o si crían malvas enterrados en estas áridas tierras, pero en todos los casos te haces cruces de las atrocidades que el ser humano puede llegar a cometer en nombre de la intangibilidad de sus creencias.
Me cuesta encontrar países que por estar situados donde no debían se hayan visto tan zarandeados por los vaivenes de la historia como el Yemen. Quiero recordar que el norte alcanzó su independencia del imperio otomano en 1918, mientras que el sur, convertido en protectorado británico, tuvo que esperar hasta 1967. Empezó entonces un éxodo que dio origen a una guerra civil que acabó resolviéndose en 1990 con la unificación en la actual República del Yemen. Un decenio después se llegó a un acuerdo con Arabia Saudí para delimitar sus fronteras, confusas a causa del Rub al-Jali, el mayor desierto de arena del mundo. A decir verdad, los convulsos tiempos modernos representan una gota de sudor en el no siempre arduo pero sí dilatado camino de uno de los territorios en los que la humanidad halla su origen. No en vano, la estratégica situación del Yemen ya le permitió monopolizar el tráfico de especias entre los siglos XII a.C y VI d.C., cuando fue dominado por tres civilizaciones sucesivas –los mineos, los sabeos y los himyaritas– que se desvivieron por mantener su dominio entre la India y el Mediterráneo, hasta el punto de que el geógrafo griego Ptolomeo se refirió a él como Eudaimon Arabia (en latín, Arabia Felix). Precisamente, la leyenda de Arabia Felix resurgió en el siglo XVII cuando comerciantes franceses, ingleses y portugueses oyeron hablar de una bebida, el oro negro –o sea, el café–, que se exportaba al mundo entero a través del puerto yemení de Moka, pero como diría Michael Ende, esta es otra historia.
Ahora quiero volver a esos hombres de la foto y a su actitud distendida frente a sus narguiles e imaginármelos reponiéndose de una dura jornada cosechando sorgo, café o algodón o recogiendo mangos en sus humildes plantaciones, sin otra pretensión que la de hacer volar sus sueños en volutas de humo mientras el más viejo mantiene vivo con la palabra el mito del reino de Saba, de su misteriosa reina y de su relación amorosa con el rey Salomón. Todo sea por desbaratar la posibilidad de que en cualquier otro punto del planeta uno pueda saltar por los aires cuando come chuletas con la familia en un merendero a causa de un hipotético agravio a una secta religiosa de la que jamás había oído hablar (Manuel Vicent dixit). 

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