3 d’ag. 2011

NAVEGANDO POR EL TAJO (I)

Foto: Imágenes Google

Podría haberme quedado tomando el sol en la Costa Brava o haberlo hecho en las islas Mauricio, donde recalé de gorra hace más de un decenio durante un día y una noche gracias a un retraso aéreo, o bien haber envidiado a los potentados holgazaneando en las tumbonas de teca de sus casas de la Provenza mientras yo tendría que conformarme con dar con mis huesos en el suelo de una tienda de campaña en un camping, como ya ocurrió el año pasado, o haber viajado hasta la exuberante naturaleza canadiense para ver cazar salmones a los grizzlies, un deseo recurrente desde que tengo hijos... Sin embargo, he ido a parar a Valencia de Alcántara, el pueblo cacereño y casi fronterizo donde pasé algunos veranos de mi niñez después de que los padres de mi padre decidieran echar raíces tras toda una vida itinerante como guardia civil de mi añorado abuelo Felipe. Allí vive ahora mi tía Paula –la única tía directa que tengo–, en la misma casa con corral y chabolo en la que tanto disfruté de pequeño y que se mantiene casi intacta a como yo la conocí, excepción hecha del ya desaparecido limonero, el orgullo de mis abuelos.
Con las ventanas abiertas de par en par al recuerdo, durante unos días pretendo coger carrerilla antes de dar el salto hasta Lisboa, el gran objetivo de estas vacaciones veraniegas. Ahora mismo tomo apuntes al natural en un moderno barquito que hace justo tres días inauguró sus rutas turísticas por el río más largo de España, en el interior del recién creado parque natural del Tajo Internacional. He embarcado con mi familia en Herrera de Alcántara, el pueblo de postal donde nació mi padre y desde el que el moderno barquito, en dos trayectos a elegir, navega con rumbo a Cedillo o bien a Santiago de Alcántara. Escogí por casualidad el segundo itinerario y parece que acerté pues el speaker que ameniza al pasaje con campechana erudición comenta que es mucho más rico en fauna que el otro. Este tramo del río, con una orilla española y la otra portuguesa, antaño no tendría más de seis o siete metros de profundidad, por lo que era proclive a congregar buscavidas para extraer el oro que, al parecer, aquí abunda. Sin embargo, la política de embalses y pantanos de Franco los borró del paisaje al inundar el río (¿es una hipérbole o una redundancia?) hasta los treinta y cinco de media actuales. Ahora ocupan su lugar los pescadores portugueses (y alguno que otro español) que capturan con nasas y a porrillo el cangrejo americano que se ha adueñado de estas cuencas.
(Continuará... )

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