11 d’ag. 2011

VISITA CULTURAL

Foto: R. Berrocal

Eran poco más de las diez de la mañana cuando una treintena de personas, desafiando el canicular calor extremeño que ya restallaba el látigo a esa temprana hora, nos dimos cita en la plaza del ayuntamiento con el loable propósito de conocer los encantos del pueblo. (Pese a los veranos de mi infancia transcurridos en Valencia de Alcántara, he de reconocer que fue tanto mi apego a la herrería del señor Cipriano, al corral de casa de mis abuelos y al Artesano –el casal social cuya mesa de ping-pong nos tenía entretenidos a mi hermano y a mí mientras mi padre y mi abuelo tomaban el café de la sobremesa echando la partida–, que entonces me habría parecido imposible que existieran otros alicientes en la localidad.) A lo que iba: pasaban pocos minutos de las diez de la mañana cuando, deslomado por las patadas que mi hijo me había dado en la cama durante la noche pero aún así receptivo a nuevas experiencias, me disponía a saber un poco más de aquel lugar tan querido. Dos días antes había leído que todos los domingos a esa hora se organizaba una visita guiada y gratuita. Así que no lo dudé y me apunté.
Nada más empezar me sorprendió el hecho de que contábamos no con uno sino con tres cicerones. Aunque debo confesar que enseguida lo agradecí, pues a decir verdad la compenetración de Paco, Manuel y Rosi tiene la virtud de meterse en el bolsillo a la audiencia en un periquete. Según me contarán más tarde, la primera vez no les salía ni la voz, pero ahora conducen el rebaño de forasteros –y algún que otro autóctono, como mi tía– con indiscutible solvencia y animado desparpajo por calles, plazas y catedrales, a la par que desgranan sin atisbo de pedantería la historia de su pueblo. Los tres forman parte de la asociación de jubilados de Valencia de Alcántara y no hay día del Señor en que, enfundados en su camiseta roja y sin necesidad de paraguas en alto ni de megafonía, no dejen de proporcionar, clara y llanamente, la información que uno precisa para saber dónde se encuentra y qué se ha cocido allí en los últimos siglos.
Poco queda de la muralla original que rodeaba el pueblo y sólo una de las tres puertas de entrada sigue en pie. De la iglesia de la Encarnación, además de su excepcional fachada renacentista, destacan sus llamativas columnas torcidas, al parecer a causa del terremoto de Lisboa de 1755. Aunque sin duda el plato fuerte se halla en la imponente iglesia de Nuestra Señora de Rocamador, construida en el siglo XVI y declarada monumento histórico-artístico de interés nacional. Está construida sobre otra románica, la de Santiago, que se trasladó desde el exterior de la muralla y de la que se aprovecharon los muros traseros. Alberga un destacado retablo barroco de José de Churriguera, si bien nosotros nos detenemos ante un Cristo de Berruguete y, cómo no, frente a La Virgen y los Santos Juanes, obra del pintor y orgullo extremeño Luis de Morales.
Al salir, el calor nos advierte de que no habrá más remedio que ponerse en remojo para atenuarlo. Pero antes nos dirigimos hacia mi punto de interés principal: el barrio judío-gótico. Leemos en una placa que con sus 119 calles y 226 portales de ojiva y de otros estilos pasa por ser el más grande de la península. Disfruto paseando por callejuelas blancas repletas de huellas de otros tiempos y visito la sinagoga, en la que nuestros espléndidos guías se esmeran en explicar el uso sagrado que le daban los judíos y cómo acabó convertida en un humillante matadero municipal durante el siglo XIX, una auténtica vergüenza para un pueblo fronterizo –está situado a tan sólo doce kilómetros de Portugal– que presume de mestizaje cultural. En cualquier caso, el centro de interpretación donde finaliza la visita está presidido por una Biblia, un Corán y una Torah. Toda una declaración de intenciones.
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En la redacción de este post he contado con un negro de lujo. Me gustaría pensar que continuaré teniéndolo en los próximos meses para no hincar la rodilla en la recta final del reto

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