3 de set. 2011

AMIGOS PARA SIEMPRE

Foto: Imágenes Google

Hablaba con los compañeros del trabajo del difícil arte de fotografiar el cine en color y de qué directores han sabido sacarle mayor partido, cuando se me ocurrió añadir a la lista a un novato, el estadounidense Tom Ford, quien, después de llegar al cenit como diseñador de moda, decidió reinventarse con un debut cinematográfico estelar, A single man, por el que Colin Firth recibió el premio al mejor actor en el Festival de Venecia de hace un par de años. De repente, volví a vislumbrar con la misma nitidez que el día de la peli la pelusilla del jersey de angora del protagonista, George/Firth, un profesor universitario inglés que vive en Los Ángeles a principios de los años sesenta y que, tras un accidente automovilístico, acaba de perder a su pareja de los últimos quince años, Jim/Matthew Goode. En aquella última sesión no tuve más que añadir la acogedora textura visual de la angora a la coctelera de sueño atrasado y bienestar a oscuras para caer en un duermevela intermitente –merced al hombro amigo de Joan Anton– que me impidió acabar de desenredar la madeja del argumento, basado en la novela homónima de Christopher Isherwood, todo un hito para el movimiento de liberación gay cuando se publicó. Aún lamentando la soñera, aquella exquisitez en el tratamiento de la imagen caló tan hondo en mi retina que, desde entonces, ha venido aflorando de manera imprevista, como ha sucedido ahora, siempre concretándose en la pelusilla del jersey del protagonista. Pero esta vez, supongo que por un oculto pasadizo a través de la refinada revista de arquitectura y diseño de interiores AD que recibimos en el despacho y que hojeé días atrás, la cosa ha ido algo más allá. He relacionado la angora con la chaqueta de tweed verde prado de Gilbert, o sea, del italiano Gilberto Proesch. Y ella me ha llevado al sobrio blazer marrón corteza de árbol a tono de su eterna pareja, el inglés George Passmore. ¿Que quiénes son estos dos hombres? Por separado, nadie; juntos, lo que quieran. Así ha sido durante más de cuarenta años y no me cabe ninguna duda de que continuaría siéndolo también por los siglos de los siglos. Encajemos las piezas del puzzle: Gilbert & George. Dos creadores de fama mundial que han hecho de sí mismos su arte, como si de dos esculturas vivientes se tratara. Entre ambos es tal la simbiosis que el uno sin el otro no se entendería. Lo han mimetizado todo: ropas, gestos, posturas, miradas, alimentación, declaraciones... Incluso, sus obsesiones –el sexo, la religión, la raza y el dinero–. Tienen en la elegancia su más preciado bien compartido, como constaté por las imágenes en AD de su casa-taller-museo de Fournier street, en el barrio londinense de Spitalfields donde viven. 
Pero, tal como escribe Jesús Ruiz Mantilla, ¿qué son exactamente? Las preguntas se amontonan. ¿Amantes? ¿Gemelos? ¿Siameses separados por una rendija de aire? ¿Doctor Jekyll y Mr. Hyde? ¿Actores de postín? ¿Artistas retro? Todo pasa a un segundo término ante esa amistad incondicional y perpetua que se profesan, que tanta admiración y envidia suscita y que por sí sola es capaz de mantener al género humano alejado de las tinieblas. 

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