13 de set. 2011

LA PRISA SEGÚN PASCUAL

Foto: Imágenes Google

Hoy he ido al cine con Jose, Gustavo y Pascual gracias a este último. El día anterior me excusé diciendo que no contaran conmigo hasta el año que viene pues el trabajo en El Caçador d’Instants me sale por las orejas (a los ciento y pico artículos que todavía debo escribir he de sumar cuarenta más de retraso). «¿Si te escribo yo el post de mañana, vendrás?, me tanteó. «Sólo si lo tengo hoy antes de las doce de la noche», lo reté sin atisbo de esperanza. A las once de ayer, incrédulo y emocionado, recibía su artículo en mi correo electrónico. Así que he cumplido con la promesa y, por supuesto, qué menos que publicar su trabajo en este blog. Ahí va.   
“«¡Lo quiero para ayer!». ¿Quién no ha oído la frase? Yo he tenido oportunidad de escuchársela al vuelo a un caballero que hablaba –¡gritaba!– por un teléfono móvil. Se empeñaba en que su tono mostrase, tanto a su interlocutor como a los transeúntes que coincidíamos con él en una pequeña calle del barrio Gótico, su dominio de la situación... Su dominio de cualquier situación. El individuo utilizaba con evidente maestría el tono imperativo, dejando caer frases que con claridad meridiana evidenciasen su posición superior no sólo ante el receptor de la orden sino especialmente ante todos nosotros, testigos involuntarios de este ejercicio de mayestático empleo del poder (cómo si no explicar el volumen de su conversación, que retumbaba en las paredes de la callejuela medieval).
Al margen de considerarla un excelente ejemplo de la conducta propia de un aspirante a macho alfa de vaya usted a saber qué manada, la escena me hizo pensar en el culto a la prisa. Vivimos en una época que venera la inmediatez, en la que la prisa, el estrés, la agenda a tope, son elementos consustanciales a nuestra cotidianidad. Un hombre sin prisa simplemente no es. La lentitud es inaceptable en nuestra sociedad. Un hombre tranquilo es un asocial, un ser improductivo o, empleando el término más conveniente en estos días de palabras políticamente correctas, un ineficiente. No son sólo los atletas quienes luchan contra el crono. Lo hacen también los peatones que adelantan, triunfantes, a los grupos de turistas; los motoristas que realizan maniobras inimaginables para ser los primeros en los semáforos; o los fantasmas de sobremesa que presumen ufanos de haberse puesto a doscientos en la autopista de Girona. Cualquier cosa para formar parte del selecto grupo de los rápidos.
Nos sentimos impotentes ante la página web que no acaba de abrirse. El desespero nos domina si perdemos el metro, aún sabiendo que en menos de tres minutos vendrá el siguiente. Silbamos alterados si el comienzo del concierto se retrasa. Nos ponemos nerviosos si nuestro médico se entretiene excesivamente con el paciente anterior. O miramos con furia indisimulada a la señora que pide demasiadas cosas en el ultramarinos. Eso por no hablar de los dubitativos en la cola del restaurante de comida rápida, esos asociales provocadores que no parecen entender que los demás tienen prisa. 
Y es que la prisa es una demostración del estatus. Quienes mandan tienen prisa. Los productivos, los ocupados, los desbordados por una agenda repleta, tienen prisa. La productividad, la eficiencia, la intensidad con que debe vivirse la vida, requieren de la rapidez. No hay lugar para la duda ni para entretenerse en algo tan necesario y sano como es, sencillamente, perder el tiempo.”

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